Eran las nueve menos un minuto,
la megafonía anunciaba la llegada del tren. Como un clavo, la monstruosa cara
de hierro enseñaba el hocico a cien metros. Accedimos seis pasajeros y para no
perder tiempo abordé a la azafata de tierra:
-El coche siete, por favor.
-Ha acertado señor, es este
mismo.
Me instalé en mi acomodo y
ventanilla, suspirando que no se ocupara el asiento contiguo, me aligeré de
ropa y abrí la bandeja de servicio. Eran cinco horas y media las que me
separaban de Granada. El indicador de velocidad ya marcaba 170 Km/hora, y a la
salida del túnel alcanzó los 300 Km/hora. Sencillamente acojonante, brutal. De
la estación de Lleida ni rastro, se disponía a cruzar el desierto de Los
Monegros. Últimamente, si es posible, las largas distancias las hago en AVE,
adiós coche, adiós riesgos, hola comodidad y rapidez.
Buscaba el conector de la
tableta, cuando:
-¿Todo bien señor, necesita
algo?
La verdad es que la azafata más
que mujer era una muñeca. Ya lo advertí en el andén de salida. Y el uniforme le
sentaba de caramelo. Me extrañó su interés, normalmente no pasan tan pronto y
se mueven con estrictos protocolos de atención al viajero.
-Pues no, todo bien, un poco
estrecho como siempre. En un ratito tomaré un café. Gracias.
-No es necesario que se lleve
la mochila a la cafetería, me avisa y yo vigilaré. Además, este asiento no está
vendido, viajará solo pero más cómodo.
-¿Muchas gracias, cómo se
llama?
-Anaís.
-Me quedé un poco perplejo y me
susurré a mi mismo -Estate quieto Pepe que le llevas treinta años-. Esta vez
viajaba por negocios o -dicho de otra manera- lograr vender un piso que había
comprado hacía doce años. Con vistas al Darro y el flequillo de la Alhambra.
Granada me deslumbra, me seduce, aplaca mis impulsos y recrea mi imaginación.
García Lorca me hipnotiza. Jamás pasé una noche en este lejano nido ni encontré
nunca a Sherezade. Una mala y
equivocada opción de juventud que pude mantener casi en el olvido mediante una
cadena de alquileres. Mal negocio.
Tenía hora en el notario a las
cinco de la tarde para firmar la venta y dar brillo a mis bolsillos. Un tren
semi nocturno me devolvería a casa a partir de las 20 horas en punto.
Al volver del café me encontré
con Anaís en la otra punta del vagón atenta a cualquier eventualidad, incluida
mi mochila, bella y dulce. Le pregunté si también iba a Granada.
-Si señor, allí termina mi
servicio y libro hasta mañana a las cinco de la tarde, vuelvo a dormir en
Figueres.
Caramba pensé, si yo volveré
por la tarde de hoy ya no la veré. El gusano de acero viró a toda velocidad en
busca del Sur. Ladeamos Madrid y puso la directa al encuentro de Córdoba. Diez minutos
de espera y flechazo hasta Granada. Tres años sin venir a la capital cultural
de Andalucía. Pensaba en la placidez de la ciudad y en García Lorca.
“Por el agua de Granada solo
reman los suspiros”. Fácil verdad,
pero que intimidad herida y culta encierran estas nueve palabras.
-Adiós Anaís, en la puerta
del coche siete, gracias por tus atenciones y amabilidad. Dado que a ti
también te concluye el viaje, me gustaría volver a verte para compartir un
café.
Sonrió, miró los dos pasillos y
me dio dos candorosos besos. Desembarqué alegre y confuso. Me di la vuelta y le
grité – a las seis en la Plaza Nueva-. De la firma en la notaría, nada nuevo, firmé
y cobré con gran regocijo de mi cartera. Como anécdota, una precisión de la señora
notaria:
-Su profesión, por favor, ponga
vividor, vividor le dije.
Se hizo el silencio y de pronto
estallaron las risas en el despacho. Me disculpé y le aclaré que quise decir
que sigo vivo, que todavía respiro.
La Plaza Nueva estaba barrida
por el sol de media tarde, la mitad destellante y el resto en la penumbra, al
amparo del turbio perfil de la Alhambra. Reinaba el bullicio: grupos de
turistas dócilmente aborregados tras un paraguas amarillo, bailaores de
flamenco bañados en sudor en pos de unos euros y algunos cantaores sentados en
sillas, formando un corro. Los palmeros palmeando y vomitando su rota voz entre
quejíos y navajazos de voz aceitosa como en noche de luna parda.
Yo pronuncio tu nombre
En las noches oscuras
cuando vienen los astros
a beber en la luna
y duermen los ramajes
de las frondas ocultas.
(Seguirá)