Hoy es uno de esos días tan apreciados, son los que
al abrir ventanas y postigos te das cuenta de que realmente estamos en este
valle de paso. No puede ser que esta grandiosidad que se filtra a través de los
cristales, pueda ser un bien terrenal de por vida, de la vida que la
Providencia nos concede quizá sí. A menos que uno venda su alma al diablo en un
contrato de los de inmovilizar el tiempo. Que no es el caso, pues habiendo
negociado hasta el día de hoy, todavía es hora de que haya de pedir audiencia al hombre de cuernos y cola, que por
muy cerca o lejos que viva, no tengo tratos a cerrar con él.
Como iba diciendo, el sol trisca afanado calentando
este mundo y el otro, cornamenta y cola este no lleva, pero caramba! de dentro
del zurrón saca unos puñados de fuego que lo que no hace demasiado tiempo eran
heladas, tormentas o vendavales, hoy son verdes prados de sembrado y pámpanos
de vid que a toda prisa se estiran y verdean como almas perseguidas, como si
cuando amanece el día, repentinamente tuviera que nacer el atardecer. Quizás exageran
demasiado, tampoco es para tanto. El sol sabe lo que se hace y lo que nos
conviene. Todo el mundo puede decir la suya, de otro modo no sería justo, pero
el sol es como un padre que quiere lo mejor para sus hijos, pero un padre
hosco, riguroso y autoritario, de los que cada palabra es una orden para labrar
nuestro camino y allanar los juveniles desenfrenos.
En lo alto de la casa, a lo ancho y largo sobresale
un trabajado alero que , respetando el espacio de las chimeneas, se alarga,
gira, otea la altura y protege el vierteaguas. Se convierte en un fleco de
tejas uniformadas y dispuestas por manos artesanas. Cubre la casa, expulsa el
agua de lluvia y, siendo amiga como es del sol, no duda en decirle aquello de hasta aquí hemos llegado. Y
si no fuera así, vendrían los gemidos de julio y agosto que, aunque no estoy
nunca, reflexiono desde el mar si el calor puede entrar en casa sin haberlo
pedido ni mucho menos deseado. Es lugar de encuentro de palomas, ruiseñores,
golondrinas o pajaritos. Los más grandes tienen un vozarrón que talmente
parecen tener hipo, otros trinan madrugadores y los más pequeños pían como
loros, que no cesan. Las reuniones son de lo más concurridas y animadas,
incluso me recuerdan las tabernas de hace medio siglo donde no había
televisión, pero de palabrería había para el padre y para la madre. Eso sí, con
la serenidad y el sabio criterio de los hombres del campo y del rastrojo, cabales como nadie. En las
tabernas había niebla siempre, invierno y verano quemaba la picadura de tabaco,
tabaco escondido en la faja y encendido con un rasca dedos. Café, vaso de agua
y caliqueño.
Y como iba diciendo, yo resido de día precisamente
bajo el techo que no deja pasar el sol y también el auditorio de aves pequeñas
y grandes que a golpe de pico van desgranando sus minimizadas penas. De aquí
hasta los bajos, donde reside de día mi mujer, hay cuatro tramos de ocho
escalones, o sea, dos pisos. Ella también está sola porque los hijos ya
hicieron su propio nido hace tiempo. Lava, plancha, cocina, lee o me llama.
Delante de la casa está la carretera, afortunadamente poco ajetreada, el cuarto
de la plancha y costurero o lo que la mujer quiera, y la cocina, que es muy
grande y con amplios ventanales a norte y poniente. Detrás hay una sala muy
generosa, algunos la llaman comedor del domingo, donde todo son grandes ventanales
para que el sol de invierno sea bienvenido y pueda hacer buenas migas con los
chasquidos de la chimenea. El jardín verdea la vista, los rosales enamoran los
corazones, y la pérgola cobija las comilonas. Las montañas permanecen, miran y
callan.
Y para que cuento yo todo esto? Bueno, no lo sé
ahora mismo, por si acaso, faena hecha no ocupa lugar. Este monólogo, porque
sólo hablo yo, me irá bien para cumplimentar el artículo de esta semana. Y no
es por pereza, son sólo ganas de cháchara. El campanario del monasterio emerge
de entre olivos y cipreses, me llega su tintineo al convocar a los monjes en el
refectorio. Bajaré antes de que la mujer me llame para comer.