Una de las cosas que más asco han dado estas últimas
horas, han sido las referencias implícitas y reiteradas a los catalanes de
adopción o nacidos en otras latitudes. Como si hubiera alguna diferencia entre
estos y los autóctonos, todos son catalanes. Y si no que se lo pregunten a
Eduardo Reyes, nacido en Córdoba y llegado a Catalunya a los nueve años,
preside Súmate, una entidad
independentista formada por castellanohablantes que reclama una Catalunya
soberana y social. No todas las personas que han llegado a estas tierras tienen
porque sentirse independentistas, ni mucho menos, las cuestiones de conciencia
son libres. Si bien es cierto que la mayoría de ellas se han integrado de un
modo voluntario, constructivo y leal en la tierra que les ha acogido y que,
lógicamente, votaran lo que les dé la gana, como no puede ser de otra manera.
Han aparecido por aquí, en la colonia de España,
estos días, personajes que ni conocen Catalunya, ni entienden nada de sus
demandas, ni les importa un carajo. Cargados con un lirio en la mano y la
simpatía propia del que no tardará en clavarte un navajazo por la espalda. De
la derecha hay que agradecer que siempre llevan las cartas en la mano, sabes de
antemano que vienen a joderte, la izquierda es más graciosa, más ocurrente,
ríen y gritan más. Pero en lo substancial, en esencia, son exactamente lo
mismo: Ni nación, ni pacto fiscal, ni derecho a decidir, ni nada que pueda
alterar sus reglas de juego. Esto es, son distintos pero calcados a la hora de
cercenar cualquier aspiración de un pueblo que lleva centurias maltratado.
Pablo Iglesias, Núñez Feijóo i la simpática Susana
Díaz también han aterrizado por aquí, con más pena que gloria, para decirnos
con buen humor y sonrisas contagiosas, que los catalanes somos unos nazis.
Regalito que se ha ido repartiendo estas dos semanas con insólita profusión, como
si de incienso se tratase. Ninguno ignora que si no fuese por Catalunya, España
seguiría siendo un cortijo anclado en la oscuridad de siglos, en un solar
garbancero. Y no hablo de economía, sino de jugar la carta del modernismo, de
la innovación, el progreso. De ser algo o alguien en este mundo. Pero no,
vienen a insultar, a criticar, ofender, reñir. A decirnos que España nos
mantiene, y que una Cataluña sin la madraza es un suicidio colectivo. Cuando lo
que pensamos muchos y nos callamos es que una España sin los prófugos es una
muerte por inanición. También ellos se lo saben, pero callan, lo invierten.
Susanita ha venido, ha toreado con gracejo, ha insultado al presidente y sus
acólitos, que son cientos de miles, y se ha largado con aire fresco a la bahía
de Cádiz donde la esperaba Rajoy para inaugurar un puente y discursear acerca
del “desafío catalán”.
Pero tampoco todas las personas son como Eduardo
Reyes, y así debe ser. Esto es una democracia y todos deben votar libremente
sus preferencias y sus convicciones. Los hay que no quieren la independencia,
claro que sí, otros apuestan por un renovado pacto fiscal con Madrid y respeto
por la lengua y la cultura catalana. Acabar con el desprecio y las infamias que
se vierten contra esta tierra. Y cuando se levanten voces miméticas alegando “qué hay de lo mío”, se les recuerde que
todo el mundo parte de la misma línea de salida. Ayudar se debe ayudar a quien
lo necesita, pero mantener solo se mantiene a la querida. No hay que engañarse,
todavía queda gente que llevando medio siglo compartiendo las alegrías y
sinsabores de estos pagos, todavía no hablan la lengua, ni la entienden, ni
quieren. Que maldicen y reniegan del lugar, sosteniendo que gracias a ellos se
ha podido prosperar, sin acordarse de que quizá de donde huyeron no hubieran
tenido la oportunidad ni siquiera el derecho a poder hacerlo. No conocen el
territorio ni su costumbrismo, admiran a políticos foráneos y militan en
ámbitos deportivos de otras latitudes. Conocen las mentiras que se vierten
sobre la lengua o los inventados problemas de los niños en la escuela, y
callan. Pero la grandeza de la democracia es que cabemos todos en ella por
tanto, salga el que salga de este sufragio dominical, deberemos aceptarlo,
comenzando por mí mismo.