dijous, 10 d’octubre del 2013

NIEBLAS EN LA FRIA MADRUGADA


No tenía intención alguna ni mucho menos había premeditado nada. Ayer fue un día duro, un verdadero quebradero de cabeza, de aquellos días en  que los problemas vienen atados uno tras otro como una ristra de longanizas. Decidí escaparme, era fin de semana, huir de las adversidades y las angustias de una semana enloquecida. Llegué tarde a casa y caí extenuado en la cama, nada se ha opuesto en mi largo sueño hasta esta mañana en que, al despertar, he sentido como el frío se adueñaba de mí y las ventanas mostraban signos de haber llorado de madrugada. Hasta hace muy pocos días el sol racionaba bendiciones por estos valles en donde la tupida hierba lo cubre todo. También las cimas de las montañas brillaban de puro esplendor hasta el atardecer, cuando ya el sol en retirada infunde a las piedras el color de las manzanas al horno. El ganado ha pastoreado por estas laderas desde finales  de primavera, pintando el paisaje de una estampa bucólica difícil de describir, un retazo del ciclo de la naturaleza. Es curioso observar estos animales que conviven en manadas pero se comportan como lobos solitarios, solo atienden a su alimento y al descanso.

La televisión anuncia posibles nevadas para mañana. Después de tantos años todavía me sorprendo de estos bruscos cambios del tiempo. Aquí el otoño nace medio moribundo, apenas un nombre y tímidas alfombras de hojarasca rojiza en los márgenes del rio, unas manchas en el calendario. El frío, las heladas y la nieve someten al lugar bajo sus estrictas condiciones, no hay espacio para el acuerdo ni mucho menos para la discrepancia. Desde lejos la casa parece un refugio, a medio camino entre el rio y el cielo. Pronto el camino quedará cegado por las persistentes nevadas y el olvido, y las viejas  estacas que lo resiguen quedaran engullidas por el blanco polvo para fundirse con el hielo de la larga noche. La dulce brisa del atardecer veraniego cambiará su aterciopelada piel por afilados cuchillos que con sus toscos soplidos cortan el rostro. El valle se abre como la puerta de un glaciar, y no me apena su crudeza porque pertenece a otro mundo, a otra vida en donde todo es como parece, no hay suspicacias ni mentiras. En el reino del frio y el silencio gobierna la transparencia, no hay sombras  ni maleficios, quizá alguna silueta difusa entre las movedizas brumas de la madrugada que solo esconden roca, madera y nieve.

Es una casa no muy grande, pensada para contemplar y gozar de la montaña, bien aislada y con enormes ventanales. Piedra y madera la circundan. En el interior no hay baldosas ni paredes alisadas, también domina la piedra en el suelo y las paredes, el techo, artesonado de madera, cruza  sus grandes vigas en oblicuo dando la sensación de fortaleza. Una gran sala diáfana presidida por un fuego a tierra de generosas proporciones y un sofá  en forma de herradura frente a él. La fachada que se vuelca al valle es casi toda ella acristalada  en la planta baja. En el piso de arriba los dormitorios. En la parte trasera de la casa un cobertizo que almacena la leña de encina perfectamente apilada. Y también un viejo grupo electrógeno para suplir las frecuentes carencias de invierno. De noche, los tremendos vendavales se manifiestan como si de un invitado se tratara que deambula invisible por todas las estancias con su metálica melodía. Ya no asusta, me he acostumbrado a ello, pero tensiona los nervios. Abajo, en el fondo del valle aparecen casi imperceptibles las lucecitas de la aldea que más se parecen a espíritus navideños que no a medios de vida.

(Tenia treinta años menos cuando escribí estas líneas. Estaba anocheciendo y desde los ventanales veía el bosque azotado por el viento y vestido de amarillo y rojo otoñal. Busqué en el baúl de los recuerdos estos enmohecidos trazos en los que el otoño no era más que una pincelada pasajera, un nombre. Me ha gustado recordarlo, pero queda tan lejos ya.)