diumenge, 27 d’octubre del 2013
diumenge, 20 d’octubre del 2013
dijous, 10 d’octubre del 2013
NIEBLAS EN LA FRIA MADRUGADA
No tenía intención alguna ni mucho menos había
premeditado nada. Ayer fue un día duro, un verdadero quebradero de cabeza, de
aquellos días en que los problemas
vienen atados uno tras otro como una ristra de longanizas. Decidí escaparme,
era fin de semana, huir de las adversidades y las angustias de una semana
enloquecida. Llegué tarde a casa y caí extenuado en la cama, nada se ha opuesto
en mi largo sueño hasta esta mañana en que, al despertar, he sentido como el
frío se adueñaba de mí y las ventanas mostraban signos de haber llorado de
madrugada. Hasta hace muy pocos días el sol racionaba bendiciones por estos
valles en donde la tupida hierba lo cubre todo. También las cimas de las
montañas brillaban de puro esplendor hasta el atardecer, cuando ya el sol en
retirada infunde a las piedras el color de las manzanas al horno. El ganado ha pastoreado
por estas laderas desde finales de
primavera, pintando el paisaje de una estampa bucólica difícil de describir, un
retazo del ciclo de la naturaleza. Es curioso observar estos animales que
conviven en manadas pero se comportan como lobos solitarios, solo atienden a su
alimento y al descanso.
La televisión anuncia posibles nevadas para mañana.
Después de tantos años todavía me sorprendo de estos bruscos cambios del
tiempo. Aquí el otoño nace medio moribundo, apenas un nombre y tímidas
alfombras de hojarasca rojiza en los márgenes del rio, unas manchas en el
calendario. El frío, las heladas y la nieve someten al lugar bajo sus estrictas
condiciones, no hay espacio para el acuerdo ni mucho menos para la
discrepancia. Desde lejos la casa parece un refugio, a medio camino entre el
rio y el cielo. Pronto el camino quedará cegado por las persistentes nevadas y
el olvido, y las viejas estacas que lo
resiguen quedaran engullidas por el blanco polvo para fundirse con el hielo de
la larga noche. La dulce brisa del atardecer veraniego cambiará su
aterciopelada piel por afilados cuchillos que con sus toscos soplidos cortan el
rostro. El valle se abre como la puerta de un glaciar, y no me apena su crudeza
porque pertenece a otro mundo, a otra vida en donde todo es como parece, no hay
suspicacias ni mentiras. En el reino del frio y el silencio gobierna la
transparencia, no hay sombras ni
maleficios, quizá alguna silueta difusa entre las movedizas brumas de la
madrugada que solo esconden roca, madera y nieve.
Es una casa no muy grande, pensada para contemplar y
gozar de la montaña, bien aislada y con enormes ventanales. Piedra y madera la
circundan. En el interior no hay baldosas ni paredes alisadas, también domina
la piedra en el suelo y las paredes, el techo, artesonado de madera, cruza sus grandes vigas en oblicuo dando la
sensación de fortaleza. Una gran sala diáfana presidida por un fuego a tierra
de generosas proporciones y un sofá en
forma de herradura frente a él. La fachada que se vuelca al valle es casi toda
ella acristalada en la planta baja. En
el piso de arriba los dormitorios. En la parte trasera de la casa un cobertizo
que almacena la leña de encina perfectamente apilada. Y también un viejo grupo
electrógeno para suplir las frecuentes carencias de invierno. De noche, los
tremendos vendavales se manifiestan como si de un invitado se tratara que
deambula invisible por todas las estancias con su metálica melodía. Ya no
asusta, me he acostumbrado a ello, pero tensiona los nervios. Abajo, en el
fondo del valle aparecen casi imperceptibles las lucecitas de la aldea que más
se parecen a espíritus navideños que no a medios de vida.
(Tenia treinta años menos cuando escribí estas
líneas. Estaba anocheciendo y desde los ventanales veía el bosque azotado por
el viento y vestido de amarillo y rojo otoñal. Busqué en el baúl de los
recuerdos estos enmohecidos trazos en los que el otoño no era más que una
pincelada pasajera, un nombre. Me ha gustado recordarlo, pero queda tan lejos
ya.)
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