Infancia, adolescencia, madurez y senectud. (2)
Sí, mi
infancia transcurrió veloz, rápida, visto y no visto. Años grises sin ninguna
tonalidad coloreada. A mis queridos padres se les ocurrió matricularme en un
colegio de raíces francesas, junto a mi hermano mayor, cultivo de la religión y
aprendizaje de mano dura –la letra con sangre entra- Los docentes eran
“hermanos” y algunos seglares. El reparto de hostias era moneda de cambio
común, y un servidor aventajado receptor de ellas. Yo creo que era gente
amargada, los seglares por la ruindad de sus sueldos y la dependencia de los
“hermanos”, que eran gente joven luciendo sus largos hábitos negros y el
pequeño babero blanco partido por dos. Pese a mi ignorancia e ingenuidad pronto
sospeché que reinaba un aire mariconcillo en aquella comunidad a la que tampoco
era ajeno el cocinero en jefe, un tal Paco. Buenas instalaciones; campos de
fútbol, balonmano, hockey y balón volea. Acabada la fase elemental había un
curso llamado Ingreso que era la puerta de entrada al bachillerato. En ese
curso, un maldito día, recibí una somanta de hostias absolutamente inhumana por
parte de un profesor apellidado Roca. Un verdadero cabrón, no contento con el
palizón me puso de rodillas en la tarima con los brazos abiertos cargados de
libros. Deseo que la vida le haya proporcionado todas las perrerías que con el
tiempo he imaginado.
Librábamos
los jueves y el sábado era hábil. Mi tierno y dulce carácter, de buen niño, me
impulsaba algunos domingos a emplearlo en las instalaciones deportivas y, por
si fuera poco, esporádicamente, a las sesiones de cine por la tarde. En una de
esas películas advertí que Charlton Heston cabalgando por la playa de
Peñíscola, haciendo de Cid, le asomaba por la manga su reloj de pulsera. Años
después reconocido por la productora. Mi “hermano” de curso alabó mis dotes de
perspicaz, lo cual hizo sentirme menos idiota de lo que creía. Odiaba el
colegio y todo lo que encerraba. En una larga batería de ventanas en el
edificio principal, piso superior, alguna de ellas tenía una jaulita con un
pajarito, y un día en que no las tenía todas conmigo, me dediqué a bombardear
las jaulitas con una pelota de balonmano, la misma que usé para darle un
pelotazo en la cabeza a un “hermano” que se disponía a tocar la campana como
fin de recreo. Tenía buena puntería y una bien probada dosis de mala leche infantil.
En aquel
tiempo las restricciones de agua y luz eran frecuentes, con lo cual las velas
obtuvieron un gran protagonismo. Las velas tintineantes han sido fuente de
alimentación de grandes escritores. Y a su vez de inquietas braguetas que
engrosaron la ficticia nómina del Generalísimo. Al salir del colegio era visita
obligada a la castañera, pobre mujer, agarrándose a la vida con un saco de
castañas, cuatro latas, una viva lumbre, y cuatro indocumentados como nosotros.
Quisiera
hablarles de los ejercicios espirituales en Vic, pero apenas queda tiempo,
nada, un montón de niños encerrados en celdas y que durante el día les
trituraban el seso hablándoles miserablemente de la muerte y sus versiones; la
muerte de los sagrados creyentes y la tortura de los olvidados.
Ustedes ya
saben que en aquel entonces, por semana santa, no había folleteo en Marbella ni
en Sagaró. No se podía cantar ni tararear, era pecado.
Quizá otro
día les hablaré de otros rasgos y pinceladas que han ido conformando mi rebelde
personalidad. Hasta pronto.