dissabte, 17 de juliol del 2021

 

 Infanciaadolescenciamadurez y senectud. (2)

 

Sí, mi infancia transcurrió veloz, rápida, visto y no visto. Años grises sin ninguna tonalidad coloreada. A mis queridos padres se les ocurrió matricularme en un colegio de raíces francesas, junto a mi hermano mayor, cultivo de la religión y aprendizaje de mano dura –la letra con sangre entra- Los docentes eran “hermanos” y algunos seglares. El reparto de hostias era moneda de cambio común, y un servidor aventajado receptor de ellas. Yo creo que era gente amargada, los seglares por la ruindad de sus sueldos y la dependencia de los “hermanos”, que eran gente joven luciendo sus largos hábitos negros y el pequeño babero blanco partido por dos. Pese a mi ignorancia e ingenuidad pronto sospeché que reinaba un aire mariconcillo en aquella comunidad a la que tampoco era ajeno el cocinero en jefe, un tal Paco. Buenas instalaciones; campos de fútbol, balonmano, hockey y balón volea. Acabada la fase elemental había un curso llamado Ingreso que era la puerta de entrada al bachillerato. En ese curso, un maldito día, recibí una somanta de hostias absolutamente inhumana por parte de un profesor apellidado Roca. Un verdadero cabrón, no contento con el palizón me puso de rodillas en la tarima con los brazos abiertos cargados de libros. Deseo que la vida le haya proporcionado todas las perrerías que con el tiempo he imaginado.

Librábamos los jueves y el sábado era hábil. Mi tierno y dulce carácter, de buen niño, me impulsaba algunos domingos a emplearlo en las instalaciones deportivas y, por si fuera poco, esporádicamente, a las sesiones de cine por la tarde. En una de esas películas advertí que Charlton Heston cabalgando por la playa de Peñíscola, haciendo de Cid, le asomaba por la manga su reloj de pulsera. Años después reconocido por la productora. Mi “hermano” de curso alabó mis dotes de perspicaz, lo cual hizo sentirme menos idiota de lo que creía. Odiaba el colegio y todo lo que encerraba. En una larga batería de ventanas en el edificio principal, piso superior, alguna de ellas tenía una jaulita con un pajarito, y un día en que no las tenía todas conmigo, me dediqué a bombardear las jaulitas con una pelota de balonmano, la misma que usé para darle un pelotazo en la cabeza a un “hermano” que se disponía a tocar la campana como fin de recreo. Tenía buena puntería y una bien probada dosis de mala leche infantil.

En aquel tiempo las restricciones de agua y luz eran frecuentes, con lo cual las velas obtuvieron un gran protagonismo. Las velas tintineantes han sido fuente de alimentación de grandes escritores. Y a su vez de inquietas braguetas que engrosaron la ficticia nómina del Generalísimo. Al salir del colegio era visita obligada a la castañera, pobre mujer, agarrándose a la vida con un saco de castañas, cuatro latas, una viva lumbre, y cuatro indocumentados como nosotros.

Quisiera hablarles de los ejercicios espirituales en Vic, pero apenas queda tiempo, nada, un montón de niños encerrados en celdas y que durante el día les trituraban el seso hablándoles miserablemente de la muerte y sus versiones; la muerte de los sagrados creyentes y la tortura de los olvidados.

Ustedes ya saben que en aquel entonces, por semana santa, no había folleteo en Marbella ni en Sagaró. No se podía cantar ni tararear, era pecado.

Quizá otro día les hablaré de otros rasgos y pinceladas que han ido conformando mi rebelde personalidad. Hasta pronto.