La vida sigue sorprendiéndonos
con nuevos descubrimientos, algunos placenteros y otros muchos de cariz muy
negativo, humillantes y perversos. Si no que se lo pregunten a Kelly Fidoe-White, británica de 36
años, que padece una extraña enfermedad de la que apenas se cuentan poco más de
500 casos en todo el mundo. La afección en cuestión se conoce por trimetilaminuria. Esa dolencia hace que
los enfermos que la padecen desprendan una poderosa olor a pescado. Quien
piense por un momento que semejante efluvio pueda ser el de una mariscada,
lubina al horno, o de cigalas al aceite de oliva, se llevará una desilusión. Se
trata de un hedor fortísimo a pescado del que no se acercarían ni los gatos más
atrevidos y voraces del barrio. Ni que decir tiene que la pobre mujer, Kelly,
ha padecido lo indecible en los distintos puestos de trabajo que ha tenido,
hasta el punto que, a día de hoy, por expresa petición suya, desarrolla su
labor como radióloga en turno nocturno para coincidir con un número de personas
muy inferior al de día. Según sus declaraciones ese olor lo describe como de
pescado y cebolla, camino de sofrito. Realmente ese desorden metabólico se
presta a cuchufletas o, directamente, a escoñarse de risa, si no fuera por las
terribles repercusiones “diarias” en la vida de esta mujer. Dice que se ducha
cuatro veces al día, que ha gastado fortunas en desodorantes, pero nada, el
olor a sardina petrificada persiste, penetra, ahoga. También tiene mala leche
la cosa, porque partiendo y aceptando que es un desorden de su metabolismo, por
qué necesariamente han de ser aromas de tiburón blanco en retirada y no de Eau
de Rochas, por ejemplo. Excuso decir que el trance en el autobús o en el cine
debe ser como para soltarle los galgos, pobre. Hace 16 años que Kelly encontró
el amor en Internet. Se casó con Michael, de 45 años, quien confiesa que el
olor de ella algunas veces le ha afectado de manera negativa pero jamás le ha
dicho nada, un santo, vamos.
En otro orden de cosas y
siempre atento a los avances de la ciencia, me hago eco de un persistente rumor
nacido en los entresijos de Silicon Valley, en el que se relata que un grupo de
ingenieros está trabajando en lo que podríamos tildar del futuro a la carta,
proyecto a diez años vista: pasar un fin de semana en la luna. Lo dicho, no es
ningún coñazo ni broma de los santos inocentes. Los desarrolladores del macro
proyecto auguran un abanico de posibilidades más ilusionantes que el fervor que
aplicaron en su tarea los viejos buscadores de pepitas de oro en el salvaje
oeste. Parafraseando a John F. Kennedy han declarado “No hemos elegido ir a la
luna porque sea fácil, sino porque es un buen negocio”. El sueño norte-americano
sigue vivo. En efecto, el satélite selenita contiene todos los recursos que
comienzan a escasear en la tierra; agua, energía y tierras cultivables. Sin
obviar la importancia de su índole turística. Segundas residencias,
confortables hotelitos, campos de golf de dos mil hoyos, fábricas de vidrio por
aquello de la luna, tascas con tapas, etc. Eso sin contar con que puedan
aparecer inesperadamente señoritas selenitas. En ese caso más de uno subiría de
la tierra los viernes por la tarde a encontrarse con su selenita y montarse
unos bonitos polvos lunares. Por no hablar de las lógicas casas de mala
reputación en la luna. Sería una revolución total, los ejecutivos dirían
“querida este finde no iremos a la Cerdaña, nos lo montaremos en la luna”. Yo
ya avanzo que no iré, me da miedo el avión, y el cohete más. Por el contrario,
los enamorados ya no podrán prometerse la luna, y la luna de Valencia se irá a
tomar por allá. Los que venden muebles ya no podrían decir “mire que armario
con su luna tan grande”, se echarían a reír en su cara. Los episodios de luna
llena cerrado por vacaciones, por aquello de que no dormiría ni Dios. Y en los
episodios de cama, pues ya se sabe…”Cariño, que no te crece?. Es que estamos en
luna menguante, cari.