Salí corriendo, no me podía permitir un retraso que hiciera dudar a Anaís de mis intenciones. La mochila en la espalda y el cheque en el bolsillo. Esta ciudad tiene algo especial, muy especial. Se habla del embrujo de Sevilla, pero aquí te deslumbra el duende, Granada tiene duende. Enfilé expectante la Carrera del Darro dejándome mecer por un sol comprensivo. Vencida la Plaza Nueva se angosta el camino y el gentío se comprime cuesta arriba. A la izquierda restos de ruinas de lo que un día fueron moradas, hoy reconvertidas en abrevaderos de tapeo y mercadeos de suvenires. A la derecha el río y la imponente silueta del Generalife que, junto con la Alhambra, todavía oculta en el camino, conforman un conjunto único de aquella dominación árabe que permaneció más de siete siglos.
Las
seis menos cinco, llegamos a la par, Anaís resoplaba, yo temblaba en medio de
un mar de dudas, ilusión y escepticismo. ¿Sería verdad aquel furtivo encuentro?
El gentío se agolpaba y yo con la mano en el bolsillo. Noté que la mano derecha
de Anaís chocaba con mi izquierda frecuentemente. Seguro que era de la
aglomeración, pero en uno de esos encuentros aproveché para cogerla de la mano.
Me miró y sonrió.
Intenté
concentrarme en mi situación y comprendí que con el tren de las ocho de la
tarde no podía hacer otra cosa que desearle buen viaje.
-Mira Anaís, estoy pensando que ya que me quedo una noche imprevista
podríamos aprovechar para cenar y gozar de este clima y ambiente, pero no aquí.
Conocerte mejor me ilusiona.
-Si tú
quieres a mí también me gustaría.
Dicho y
hecho, llamé al Washington Irving, tuve suerte, reservé cena y habitación,
frente a la Puerta de los Siete Suelos. Un pastón, pero era oportuno. Este era
el trato; cena, dormir y de buena mañana taxi a la residencia de ferroviarios
para recoger sus cosas. Me preguntaba qué pensaría aquella mujer que apenas
conocía. Tenía algo de cáustica y reservada, había que arrancarle las palabras.
Casada, viuda, ¿viuda alegre? No lo sé. Todo se desarrollaba con un visto y no
visto, rápido, escéptico, todo muy formal y educado.
La
noche fue un cuento, pero el cuento de las mil y una noches. Anaís se
transformó en la mítica Sherezade envolviendo la
estancia de un vapor erótico que yo no había conocido antes. La sublimación del
amor que solo conocían los sultanes y califas, en otra hora vecinos de
nosotros. Si pude comprobar que mi creencia y disposición hacia lo erótico era
una verdadera y lacerante mierda (con perdón).
Eran
las cinco y media en punto de la tarde, ella me consiguió el billete. La vi de
espaldas atendiendo a la gente en la puerta del coche número siete del come
kilómetros. Le pregunté, ¿coche siete por favor? Se giró sonriendo y cogiéndome
la mano como ayudándome a subir. Apenas pude verla un par o tres de veces
durante el trayecto, largo trayecto. Mi mente estaba raptada por ella…y por el
papelito del bolsillo. ¿Quién era, donde vivía, con quien vivía, que la llevó a
fijarse en mí, pobre de mí? Yo de califa a lo sumo tenía las zapatillas. En una
de sus idas y venidas me pidió el teléfono, pero no me quiso dar el suyo. Con
una sonrisa, claro. Nunca me llamó
Cuando
por megafonía anunciaban la llegada a Lleida, ya observé en el otro extremo
como Anaís se situaba para despedir los viajeros del siete. Bajaron tres. Por
favor sube un segundo, le di un besazo peliculero y salté despavorido al
oír el ding dong de cierre de puertas y partida.
De
vuelta a casa, en el coche, me debatía pensando cómo era posible que hubiera
vivido lo que viví aquellas pocas horas. ¿Podría ser el duende de Granada? O quizás
la fogosidad de mi particular Sherezade,
(Ay,
que trabajo me cuesta, quererte como te quiero)
(F G L)
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