dissabte, 22 d’abril del 2023

ANAÍS Y SHEREZADE (Y FIN)

Salí corriendo, no me podía permitir un retraso que hiciera dudar a Anaís de mis intenciones. La mochila en la espalda y el cheque en el bolsillo. Esta ciudad tiene algo especial, muy especial. Se habla del embrujo de Sevilla, pero aquí te deslumbra el duende, Granada tiene duende. Enfilé expectante la Carrera del Darro dejándome mecer por un sol comprensivo. Vencida la Plaza Nueva se angosta el camino y el gentío se comprime cuesta arriba. A la izquierda restos de ruinas de lo que un día fueron moradas, hoy reconvertidas en abrevaderos de tapeo y mercadeos de suvenires. A la derecha el río y la imponente silueta del Generalife que, junto con la Alhambra, todavía oculta en el camino, conforman un conjunto único de aquella dominación árabe que permaneció más de siete siglos. 

Las seis menos cinco, llegamos a la par, Anaís resoplaba, yo temblaba en medio de un mar de dudas, ilusión y escepticismo. ¿Sería verdad aquel furtivo encuentro? El gentío se agolpaba y yo con la mano en el bolsillo. Noté que la mano derecha de Anaís chocaba con mi izquierda frecuentemente. Seguro que era de la aglomeración, pero en uno de esos encuentros aproveché para cogerla de la mano. Me miró y sonrió.

Intenté concentrarme en mi situación y comprendí que con el tren de las ocho de la tarde no podía hacer otra cosa que desearle buen viaje.

-Mira Anaís, estoy pensando que ya que me quedo una noche imprevista podríamos aprovechar para cenar y gozar de este clima y ambiente, pero no aquí. Conocerte mejor me ilusiona.

-Si tú quieres a mí también me gustaría.

Dicho y hecho, llamé al Washington Irving, tuve suerte, reservé cena y habitación, frente a la Puerta de los Siete Suelos. Un pastón, pero era oportuno. Este era el trato; cena, dormir y de buena mañana taxi a la residencia de ferroviarios para recoger sus cosas. Me preguntaba qué pensaría aquella mujer que apenas conocía. Tenía algo de cáustica y reservada, había que arrancarle las palabras. Casada, viuda, ¿viuda alegre? No lo sé. Todo se desarrollaba con un visto y no visto, rápido, escéptico, todo muy formal y educado.



La noche fue un cuento, pero el cuento de las mil y una noches. Anaís se transformó en la mítica Sherezade envolviendo la estancia de un vapor erótico que yo no había conocido antes. La sublimación del amor que solo conocían los sultanes y califas, en otra hora vecinos de nosotros. Si pude comprobar que mi creencia y disposición hacia lo erótico era una verdadera y lacerante mierda (con perdón).

Eran las cinco y media en punto de la tarde, ella me consiguió el billete. La vi de espaldas atendiendo a la gente en la puerta del coche número siete del come kilómetros. Le pregunté, ¿coche siete por favor? Se giró sonriendo y cogiéndome la mano como ayudándome a subir. Apenas pude verla un par o tres de veces durante el trayecto, largo trayecto. Mi mente estaba raptada por ella…y por el papelito del bolsillo. ¿Quién era, donde vivía, con quien vivía, que la llevó a fijarse en mí, pobre de mí? Yo de califa a lo sumo tenía las zapatillas. En una de sus idas y venidas me pidió el teléfono, pero no me quiso dar el suyo. Con una sonrisa, claro. Nunca me llamó

Cuando por megafonía anunciaban la llegada a Lleida, ya observé en el otro extremo como Anaís se situaba para despedir los viajeros del siete. Bajaron tres. Por favor sube un segundo, le di un besazo peliculero y salté despavorido al oír el ding dong de cierre de puertas y partida.

De vuelta a casa, en el coche, me debatía pensando cómo era posible que hubiera vivido lo que viví aquellas pocas horas. ¿Podría ser el duende de Granada? O quizás la fogosidad de mi particular Sherezade,

(Ay, que trabajo me cuesta, quererte como te quiero)

(F G L)