Había salido temprano, no podía dormir, el viento
mordía clavándote sus colmillos en la cara. La proximidad del canal y la
humedad que transmitía aumentaban la sensación de intemperancia. Las viejas
chimeneas exhalaban un humo de color de ceniza adulterada, manipulado, podría
decirse que quemaban leña y demasiados diarios. Las altas paredes de los
callejones soltaban sin cesar lágrimas de agua sucia en el vertical camino
hasta deslizarse al pequeño canal.
Llamaban mi atención las canoas y motoras que
transitaban por el Gran Canal arriba
y abajo repartiendo los víveres a Ristorantes
y tiendas. Se oía un rumor de mercado, vendedores y compradores madrugadores,
los venecianos igual que los napolitanos hablan en voz alta y gesticulan
ostensiblemente, como una mayoría de italianos. Las hordas de turistas aún no
habían invadido los espacios y me sentía bien desgranando los callejones
próximos al Ponte Rialto. La plaza
de San Bartolomé o la calle de Pío X, donde los comerciantes ultimaban los
últimos preparativos en sus establecimientos para poder tentar y seducir el
deseo de las legiones de cuellos con máquinas de fotografiar colgadas. Venecia
es una ciudad cara para los visitantes y para los mismos residentes que deben
cargar con la inflación ajena. En el trato comercial abusan de su condición
dominante ¿Quién no quiere visitar la ciudad de los canales? Algo queda de los
antiguos mercaderes venecianos, rendijas de picardía y astucia, por decirlo
suavemente. Hay que pagar el tributo del tropiezo, por ejemplo sentarse en la
terraza del Café Quadri a tomar una
cerveza y disfrutar de las vistas de la Plaza
San Marcos llena de sombreros de colores con piernas, y bolsas repletas de
recuerdos. Una pequeña orquestina irá desmenuzando las notas de viejos romances
napolitanos o adagios del lugar, muy celebradas por la clientela que verá satisfechas
sus ilusiones y agotados sus bolsillos a razón de quince o veinte euros por una
vulgar cerveza caliente.
En estas fechas la bella y decadente ciudad lucía
una imagen más entrañable que de costumbre, era Navidad. No sólo las calles,
edificios y monumentos se veían realzados por la iluminación navideña, también
las lanchas y vaporettos se engalanaban con ristras de bombillas de proa a
popa, y las góndolas con farolillos rojos. Venecia muere pensaba yo caminando
entre diminutos canales y altos muros enmohecidos por la humedad y el tiempo.
El enigma de los callejones húmedos enmarcados en rincones de postal me dió
refugio en aquellos días de la Navidad del año 1970. Vivía en un pequeño estudio
en la Riba del Ferro, a escasos
metros del Ponte Rialto. Los barrios se sacudían la pereza entre balcones y
ventanales renacentistas que atesoraban un pasado de poder, intrigas y
traiciones. La primera vez me impresionó el Gran Canal. Te perdías por la calle
del Orologio abandonando la plaza de San Marcos, adentrándote en un laberinto
de pequeños puentes, esquinas de emboscada y espadachín, ristorantes de juguete
y vendedores de fruta y cuando, boquiabierto por la belleza del lugar, dabas un
último saltito te topabas con la romántica estampa del Gran Canal.
Por entonces, espoleado por la fuerza de la juventud, me debatía con las contradicciones: por un lado me maravillaba de poder ser testigo real de un lugar bendecido por la historia, foco de atracción de grandes personajes y literatos, de los retorcidos dibujos de la personalidad llevados a la pantalla por Visconti y destino añorado de todos los enamorados. Por otro lado imaginaba que en un futuro próximo, la ciudad desaparecería bajo las aguas de la laguna veneciana. Venecia me sugería la muerte, el frío y la tristeza, el desengaño. El hundimiento de una góndola al oscurecer el día, llena a reventar de los besos y caricias de dos pájaros juguetones y enamorados. O el Puente de los Suspiros que no tiene nada de romántico sino que los que lo atravesaban no veían más el cielo ni el mar. Así discurría mi primera y última Navidad en la ciudad de Marco Polo, Albinoni, Vivaldi, Bellini y ... adagios y más adagios.
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