Me
he escapado con un par de amigos a comer
fuera, bueno, uno de los amigos lo es más que el otro porque casualmente es mi
hermano. La intención no es otra que cumplir con el acuerdo firmado de palabra
ya hace un tiempo: por riguroso turno alternativo uno de los tres escoge el
destino gastronómico del mes y carga con la cuenta de los destrozos ocasionados
sobre manteles. La verdad es que a día de hoy de destrozos, pocos. El tiempo es
propicio, la montaña exhibe ufana sus laderas heridas por los colores del otoño.
Discurrimos entre tupidos bosques de pinos, robledales y castaños, la carretera
serpentea de manera exagerada como en casi todas las ascensiones y descensos de
altas cotas. Conjugar la inmensidad verdosa de los bosques con las pinceladas
rojas y ocres de las caducas hojas se transforma en un enorme caleidoscopio
que, sin poderlo asir, cambia los tonos y el brillo sin cesar. La masa boscosa
forma un mosaico verdoso salpicado de lucecitas bailando alrededor de hojas
plateadas. El otoño hunde sus raíces en la húmeda tierra alertando del fin de
un ciclo en el que árboles y matorrales mostrarán sus retorcidos desnudos en
espera de la primavera vigorizante, en donde las ramas florecen y acude de
nuevo la vida. Lo mismo que en las infinitas hileras de los tristes viñedos.
Medio
sol y sombra hemos dejado atrás, ahora toca sumergirse en las espesas nieblas
que extienden sus largos mantos en cuencas y latitudes, conduzco atento, apenas
hay tráfico, se cruza algún vehículo con destino secreto, lleva las coordenadas
cinceladas en el salpicadero, allí donde solo sus ocupantes conocen el punto
justo donde encontrarán un vergel inundado de setas, el mismo donde ahora hace
un año llenaron los cestos pero, por lo visto y oído, me temo que solo se encontrarán
con dos opciones: puede que el vergel esté seco, lleno de engañosa maleza, o que un regimiento de cestas, navajas y
bastones haya arrollado el lugar. Es muy probable. Soy un enamorado del bosque
y temo por él, temo por el planeta entero. Deseo que escampe el etéreo y frágil
humo blanquecino, sigo adelante mientras mis acompañantes hablan de platos. Me
vienen a la memoria las palabras de
Rosalía que todavía hoy me estremecen “Los
que ayer fueron bosques y selvas de agreste espesura, donde envueltas en dulce
misterio, al rayar el día flotaban las brumas, y brotaba la fuente serena entre
flores y musgos oculta, hoy son áridas lomas que ostentan deformes y negras sus
hondas fisuras”.
En
estos perfumados encinares ni los hay ni los queremos. No hay reconocidos establecimientos donde abrevar y
dilapidar colesterol. Se trata de sencillos lugares ocultos y sin horizontes,
en donde el fuego del hogar no duerme ni deja de crepitar en todo el día y las
bandejas de carne guardan turno una tras otra para ser debidamente ajusticiadas
y purificadas con dentelladas de encina perfumada y llama insolente y
envolvente. Mantelería a cuadritos rojos y blancos, desgastadas por el uso y
salpicadas con amorosos zurcidos que
ocultan tantos descuidos y golferíos. Un viejo folio plastificado protege el
santo y seña del lugar, platos todos de temporada otoñal y de alta montaña,
preferencia absoluta para condenados a la brasa y la fastuosidad de las judías
blancas, berenjenas y pimiento escalibado, sanfaina, cebollitas caramelizadas en
las ascuas de Lucifer o unos graciosos filetitos de alcachofa temprana. Hay
más, claro, pero hay que centrarse en el lugar y en el tiempo. Un músico de
higos secos, avellanas, almendras y nueces tostadas dará triunfal bienvenida al
café y su correspondiente chupito escocés, con la ingenua pretensión de hacer
olvidar el impertérrito rastro del all i oli y el porrón de los benditos
bancales del Priorat. Desandamos lo andado, regresamos, ya no conduzco y pienso
en la nutriente escudella que me he zampado y el romesco de escarola con
guarnición, más que nada por aquello de que hace “bajar”. Hoy he indultado a la
carne.
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