dijous, 3 de novembre del 2016

NIEBLA Y FUEGO DE ASCUAS

Me he  escapado con un par de amigos a comer fuera, bueno, uno de los amigos lo es más que el otro porque casualmente es mi hermano. La intención no es otra que cumplir con el acuerdo firmado de palabra ya hace un tiempo: por riguroso turno alternativo uno de los tres escoge el destino gastronómico del mes y carga con la cuenta de los destrozos ocasionados sobre manteles. La verdad es que a día de hoy de destrozos, pocos. El tiempo es propicio, la montaña exhibe ufana sus laderas heridas por los colores del otoño. Discurrimos entre tupidos bosques de pinos, robledales y castaños, la carretera serpentea de manera exagerada como en casi todas las ascensiones y descensos de altas cotas. Conjugar la inmensidad verdosa de los bosques con las pinceladas rojas y ocres de las caducas hojas se transforma en un enorme caleidoscopio que, sin poderlo asir, cambia los tonos y el brillo sin cesar. La masa boscosa forma un mosaico verdoso salpicado de lucecitas bailando alrededor de hojas plateadas. El otoño hunde sus raíces en la húmeda tierra alertando del fin de un ciclo en el que árboles y matorrales mostrarán sus retorcidos desnudos en espera de la primavera vigorizante, en donde las ramas florecen y acude de nuevo la vida. Lo mismo que en las infinitas hileras de los tristes viñedos.

Medio sol y sombra hemos dejado atrás, ahora toca sumergirse en las espesas nieblas que extienden sus largos mantos en cuencas y latitudes, conduzco atento, apenas hay tráfico, se cruza algún vehículo con destino secreto, lleva las coordenadas cinceladas en el salpicadero, allí donde solo sus ocupantes conocen el punto justo donde encontrarán un vergel inundado de setas, el mismo donde ahora hace un año llenaron los cestos pero, por lo visto y oído, me temo que solo se encontrarán con dos opciones: puede que el vergel esté seco, lleno de engañosa maleza, o  que un regimiento de cestas, navajas y bastones haya arrollado el lugar. Es muy probable. Soy un enamorado del bosque y temo por él, temo por el planeta entero. Deseo que escampe el etéreo y frágil humo blanquecino, sigo adelante mientras mis acompañantes hablan de platos. Me vienen a la memoria las  palabras de Rosalía que todavía hoy me estremecen “Los que ayer fueron bosques y selvas de agreste espesura, donde envueltas en dulce misterio, al rayar el día flotaban las brumas, y brotaba la fuente serena entre flores y musgos oculta, hoy son áridas lomas que ostentan deformes y negras sus hondas fisuras”.




En estos perfumados encinares ni los hay ni los queremos. No hay  reconocidos establecimientos donde abrevar y dilapidar colesterol. Se trata de sencillos lugares ocultos y sin horizontes, en donde el fuego del hogar no duerme ni deja de crepitar en todo el día y las bandejas de carne guardan turno una tras otra para ser debidamente ajusticiadas y purificadas con dentelladas de encina perfumada y llama insolente y envolvente. Mantelería a cuadritos rojos y blancos, desgastadas por el uso y salpicadas con amorosos  zurcidos que ocultan tantos descuidos y golferíos. Un viejo folio plastificado protege el santo y seña del lugar, platos todos de temporada otoñal y de alta montaña, preferencia absoluta para condenados a la brasa y la fastuosidad de las judías blancas, berenjenas y pimiento escalibado, sanfaina, cebollitas caramelizadas en las ascuas de Lucifer o unos graciosos filetitos de alcachofa temprana. Hay más, claro, pero hay que centrarse en el lugar y en el tiempo. Un músico de higos secos, avellanas, almendras y nueces tostadas dará triunfal bienvenida al café y su correspondiente chupito escocés, con la ingenua pretensión de hacer olvidar el impertérrito rastro del all i oli y el porrón de los benditos bancales del Priorat. Desandamos lo andado, regresamos, ya no conduzco y pienso en la nutriente escudella que me he zampado y el romesco de escarola con guarnición, más que nada por aquello de que hace “bajar”. Hoy he indultado a la carne.