Lo bueno de Internet es que no te acostarás
nunca sin saber algo más. Sin que ello presuponga un mejoramiento de tu bagaje
intelectual ni de tus creencias, principios o gustos. Con frecuencia es
precisamente todo lo contrario. Navegas por esos océanos de la información y
vas tirando anclas según lo llamativo de lo visto o leído. La verdad, paja hay
en cantidades faraónicas, de la misma manera que hay imbéciles que de no ser
por internet, serían los mismos imbéciles, pero más anónimos, más escondidos.
Por no hablar de homosexuales disparando pullas, señoritas de servicio a
domicilio con dos labios como dos neumáticos, vendedores de humo, embaucadores
financieros, sociedades sin ánimo de lucro que te pueden despellejar,
aportaciones a causas perdidas o chaquetas de piel de conejo sobada forradas
con tejido testicular, a un euro la pieza. Eso si, te mandan la chaqueta del
Kazakhstan esquina con Mongolia pero te pueden sorber la taladrada y extenuada
visa.
En aquellos tiempos en los que uno todavía
pretendía deslumbrar al sexo débil –es un decir- mediante impacto visual y
artes de combate consideradas dentro de lo correcto, existían especímenes que
por su atuendo, peinado o corpulencia, sobrepasaban la categoría de machos para integrarse en un subgénero
llamado “cachas”. El cachas era un
tío bien dotado, aunque su cara fuera un pedo. Si bien los había con educación
y glamur, la mayoría gruñían como un chimpancé cabreado, tiraban de pata de
elefante y gastaban el jodido fija pelo para sustentar el cutre tupé a modo de
cortinaje lánguido. Tenían en común el cultivo, desarrollo y mantenimiento de
su musculatura que acostumbraba a ser inversamente proporcional a la
disminución de su raquítico cerebro. Amantes de broncas y peleas para dilucidar
su supremacía con los nudillos, y que se dirigían a sus presas con lo de “Qué
pasa chona, bailas? En fin, para olvidar.
Toda vez que uno ya no está, afortunadamente,
para éstas mandangas, pero no puedo por menos que sorprenderme al enterarme hoy
de que ha cambiado la denominación de estos seres excepcionales. Efectivamente,
a día de hoy, por lo menos son cuatro los subgéneros de elementos que marcan la
pauta, a saber: Hipster, Metrosexual, Retrosexual y Lumbersexual. Está
abriéndose paso el tío Spornosexual, pero vamos a esperar su definitiva
implantación, parece que promete. Hay que conceder en su favor que ya no son
tan burros como antes ni eructan para hablar, es gente más preparada, si bien a
mi modesto entender no dejan de ser todos ellos una generación de soplagaitas
que a fuerza de cambios ornamentales y actitudes llamativas, pretenden dar un
nuevo lustre a su imagen pública. El Hipster es un tipo bohemio de clase media
al que le preocupa la cultura ininteligible, huye de la moda y su estética
combina trapos viejos con gafas de color, y una pobladísima barba que debe
contener de todo. Metrosexual es el tío que adora su cuerpo, con tics de homosexualidad,
vanidosos y se tatúan hasta el culo. Lo suyo es el medio urbano “in”. El
Retrosexual se distingue por cuidar su aspecto físico y hacerlo compatible con
un aire descuidado, cuida y realza su rasgo más viril, se contrapone al
Metrosexual. El Lumbersexual, como su nombre indica, leñador, es un elemento
con camisas de grandes cuadros, lumber, y bajo una apariencia descuidada y
barba a tramos, se esconde un tío presumido en busca de una imagen interesante,
que atraiga.
Al igual que las abubillas o los zorritos,
que sueltan un rastro tan pestilente que ahoga, estos animales sexuales también
desprenden un rastro, en este caso perfumado con excelsas esencias que cautivan
a sus víctimas a la primera dosis. Estos personajes hacen de su propio cuerpo
una marca. Por todo lo expuesto y opinado ustedes comprenderán que me sienta
más antiguo que la espada de Napoleón, y que determinadas modas o tendencias no
tengan la suficiente aceptación ni comprensión por mi parte. Examinado mi
perfil y aspecto frente al espejo, encendiendo un cigarrillo, no he visto más
Lumbersexual que mis calzoncillos a cuadros y marca, lo que se dice marca, el
pedazo barrigón que cuelga. En fin, una birria.
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