Pese a dedicar todos mis desvelos y mis
amores imposibles a la montaña, al mundo rural, toda mi vida me he movido en la
dicotomía de mar o montaña. He nacido y vivido en Barcelona, hoy vivo en un
pequeño pueblo con unos alrededores de ensueño por sus singulares rasgos
campestres y he veraneado y pasado largas estancias en la orilla del mar. Son
ya tantos años sorteando olas y compartiendo con Neptuno, que no voy a negar a
estas alturas mi predilección por el mar. Pero nada ni nadie me podrán hacer vacilar
de mi largo y sólido idilio con los silenciosos caminos, los atardeceres en el
siempre enigmático bosque o los increíbles desayunos con los amigos en un
rústico refugio al abrigo de tormentas o agresivas ventiscas. En este tiempo,
otoño, el campo viste sus mejores galas arrancadas de lo más profundo de la
naturaleza. Viñas, bosques, prados y bancales se disfrazan de ocres, amarillos,
azabaches y escalera de verdes, y es tal el impacto que producen en el alma que
piensas en una recreación de la vida mediante la tristeza y la exultación a la
que nos sumerge el otoño. Baudelaire
quizá se excedió, pero tenía el corazón herido: “Pronto nos hundiremos en las frías tinieblas/Adiós, intensa luz de
nuestro breve estío/Ya oigo como caen con fúnebre sonido/los ruidosos leños
sobre el patio de piedra”.
Se dice que en esta época del año hasta
pueden enfermar nuestros sueños. La maravilla del otoño puede ahogar nuestro
débil y frío aliento en las noches de rayos y truenos, cuando la emboscada
nocturna enmudece entre salvajes vientos al galope. En las viejas casas de
pueblo, encaradas a los cuatro vientos o levantadas en estrechos callejones de
extenuados adoquines y de paredes de piedra afiladas por mil tramontanas. Las
jambas de las carcomidas puertas cimbrean de tal manera que los dinteles del
umbral emiten quejidos casi imperceptibles pero aterradores. Hasta los perros
retroceden enloquecidos y los gatos porfían por sus siete vidas. En otoño los
riachuelos despiertan de su letargo, rotos y muertos por la larga sequía y que
han ido acumulando broza de naturaleza muerta en su diminuto lecho. A no tardar
el agua fluirá por sus entrañas montaña abajo, arrastrando los restos
encallados en su curso y la hojarasca reseca de tanto sudor. En un valle
cercano, casi a sotobosque, se extienden unas cuantas casitas esparcidas como
siembra a mano. Ya humean sus pequeñas chimeneas entre crujidos de encina y desvalidos
almendros que procuran calor y cobijo a sus moradores. Como cada año ya se han
anticipado a la llegada del tiempo de los mil colores, y en su despensa,
almacén y corrales se apilan los esfuerzos de un año en forma de aceite, grano,
vino y almendras.
Mar o montaña? Me quedo con las dos, pero…la
montaña es mi hogar, mi guía, mi consultora. Después de recorrer mil y un
lugares, de descubrirme ante la grandiosidad de paisajes, ciudades y gentes de
todas partes, sigo teniendo la inquietud y el desasosiego en la distancia por
volver a mi redil, a mis pequeñas cosas, al caminar entre piedras, al suspirar
entre flores y fragancias del bosque. Me gusta vivir el otoño en casa, y el
invierno, y la primavera. El verano se lo entrego al mar para que haga de mi lo
que quiera. Se trata de Vivir, con mayúscula. Y aunque puede que haya esperado
hasta el invierno de mi vida para ver las cosas que he visto, no cabe duda de
que ha valido la pena.
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