A la vista de cómo está el panorama más
mundano de todos, el político, que ya empieza a inspirarme una especie de
angustia por las interminables reiteraciones y escenarios, más trasnochados que
la taberna de Arístides, esta semana me he puesto unos tapones en los oídos
para poder vivir un poco ausente de tanta demagogia bélica, ofensiva, estéril y
vacua. Se pensaba que esta vez las fuerzas "vivas" del país harían
piña y obtendríamos unos credenciales incontestables. Pero no ha sido así, Cataluña,
haciendo honor a su histórica tradición, ha vuelto a desintegrarse con sus
propios explosivos. A mí que me perdonen por mi ignorancia, pero si para poder
llegar a un común acuerdo con los de la camiseta, es necesario que el
presidente se baje incluso los calcetines, si llegaran a gobernar quiere decir
que 62 diputados serían cautivos de los 10 raptores durante cuatro años. Y eso
es una quimera absurda y sin sentido. A pesar del mega revuelo que supone, que
vuelvan a convocar elecciones y que los electores nos lo pensemos dos veces
antes de hacernos la foto depositando la papeleta en según dónde. No es hora de
experimentos.
Razones más que suficientes para que esta
semana haya optado por perderme entre los laberintos de la holgazanería y las
reflexiones trascendentales que, en ocasiones, dan pie a algún descubrimiento
que conmueve la humanidad. De momento me he sacado la sillita a la calle,
porque todavía se puede, y me he dedicado a ver desfilar, no los cadáveres de
mis enemigos, sino algún que otro pasaje que últimamente me haya dado brillo al
espíritu. Mientras inventariaba las ovejas, se me representó un día de
primavera soleado en el puerto de Nápoles haciendo cola para abordar un
vaporetto que me transportó a Capri. A mi lado se sentó una señora inglesa que
resoplaba como un ciervo, sonrió al estilo hola, mira que bien, y luego
esparció todos sus lomos por la silla náutica. Un servidor, que es de perfil
intranquilo, le di la espalda y me dispuse a ver por la ventanilla las
salpicaduras de la espuma que provocaba la desmedida velocidad de aquel trasto
marinero. Me dolía poder rayar aquellas irisadas aguas donde el sol se zambulle
en las profundidades, distinguiendo entre lo que es un bonito paisaje y lo que
son imágenes que te labran un poco la superficie del corazón. La gran roca
volcánica de Capri ya recortaba su perfil en el horizonte, aislada y amparada
por el mar Tirreno. Atrás quedaba la península sorrentina cerrando el golfo de
Nápoles y dando la espalda a la costa amalfitana.
Ya se avistaba el embarcadero. Y desde el
mini puerto caminar por la empinada cuesta hasta la La Piazzetta y poder desenfundar un reconfortante cigarrillo en el
mirador del cielo, así lo llamo yo, bien acompañado por un agua tónica con poca
ginebra. En este lugar, absorto por su belleza, puedes llegar a perder el
nombre y fundirte en la divinidad del momento. Más tarde, sobre la una, cuando
ya me disponía a subir a Anacapri para comer, con uno de esos descolgados taxis
Fiat provistos de cuatro cañas en los
extremos y un toldo para el sol, de repente me volví a encontrar contando
ovejas en la puerta de casa y sentado en la vieja silla. Algún vecino tenía la
tele demasiado alta y el discurso de Antonio Baños me volvió la realidad. En la
pérfida, vergonzosa e insalubre realidad. Qué despropósito todo esto, no sé
dónde vamos a parar como decía mi abuela. Qué quieren que les diga, vistas las
cosas y escuchada Europa, si yo fuera el presidente mandaría a toda esta trupe a hacer puñetas y contactaría
con todos aquellos fósiles trasnochados y cutres de la meseta y les diría venid
por aquí y enseñadnos la mercancía que nos podéis ofrecer, ya preguntaremos a
la gente si les conviene. Y si no encaja ya volveremos a la fiesta pero más
razonadamente. Se está bien en la sillita con los ojos entornados.
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