divendres, 13 de novembre del 2015

EL HOMBRE QUE SUSURRABA A LAS OVEJAS

A la vista de cómo está el panorama más mundano de todos, el político, que ya empieza a inspirarme una especie de angustia por las interminables reiteraciones y escenarios, más trasnochados que la taberna de Arístides, esta semana me he puesto unos tapones en los oídos para poder vivir un poco ausente de tanta demagogia bélica, ofensiva, estéril y vacua. Se pensaba que esta vez las fuerzas "vivas" del país harían piña y obtendríamos unos credenciales incontestables. Pero no ha sido así, Cataluña, haciendo honor a su histórica tradición, ha vuelto a desintegrarse con sus propios explosivos. A mí que me perdonen por mi ignorancia, pero si para poder llegar a un común acuerdo con los de la camiseta, es necesario que el presidente se baje incluso los calcetines, si llegaran a gobernar quiere decir que 62 diputados serían cautivos de los 10 raptores durante cuatro años. Y eso es una quimera absurda y sin sentido. A pesar del mega revuelo que supone, que vuelvan a convocar elecciones y que los electores nos lo pensemos dos veces antes de hacernos la foto depositando la papeleta en según dónde. No es hora de experimentos.

Razones más que suficientes para que esta semana haya optado por perderme entre los laberintos de la holgazanería y las reflexiones trascendentales que, en ocasiones, dan pie a algún descubrimiento que conmueve la humanidad. De momento me he sacado la sillita a la calle, porque todavía se puede, y me he dedicado a ver desfilar, no los cadáveres de mis enemigos, sino algún que otro pasaje que últimamente me haya dado brillo al espíritu. Mientras inventariaba las ovejas, se me representó un día de primavera soleado en el puerto de Nápoles haciendo cola para abordar un vaporetto que me transportó a Capri. A mi lado se sentó una señora inglesa que resoplaba como un ciervo, sonrió al estilo hola, mira que bien, y luego esparció todos sus lomos por la silla náutica. Un servidor, que es de perfil intranquilo, le di la espalda y me dispuse a ver por la ventanilla las salpicaduras de la espuma que provocaba la desmedida velocidad de aquel trasto marinero. Me dolía poder rayar aquellas irisadas aguas donde el sol se zambulle en las profundidades, distinguiendo entre lo que es un bonito paisaje y lo que son imágenes que te labran un poco la superficie del corazón. La gran roca volcánica de Capri ya recortaba su perfil en el horizonte, aislada y amparada por el mar Tirreno. Atrás quedaba la península sorrentina cerrando el golfo de Nápoles y dando la espalda a la costa amalfitana.

Ya se avistaba el embarcadero. Y desde el mini puerto caminar por la empinada cuesta hasta la La Piazzetta y poder desenfundar un reconfortante cigarrillo en el mirador del cielo, así lo llamo yo, bien acompañado por un agua tónica con poca ginebra. En este lugar, absorto por su belleza, puedes llegar a perder el nombre y fundirte en la divinidad del momento. Más tarde, sobre la una, cuando ya me disponía a subir a Anacapri para comer, con uno de esos descolgados taxis Fiat provistos de  cuatro cañas en los extremos y un toldo para el sol, de repente me volví a encontrar contando ovejas en la puerta de casa y sentado en la vieja silla. Algún vecino tenía la tele demasiado alta y el discurso de Antonio Baños me volvió la realidad. En la pérfida, vergonzosa e insalubre realidad. Qué despropósito todo esto, no sé dónde vamos a parar como decía mi abuela. Qué quieren que les diga, vistas las cosas y escuchada Europa, si yo fuera el presidente mandaría a  toda esta trupe a hacer puñetas y contactaría con todos aquellos fósiles trasnochados y cutres de la meseta y les diría venid por aquí y enseñadnos la mercancía que nos podéis ofrecer, ya preguntaremos a la gente si les conviene. Y si no encaja ya volveremos a la fiesta pero más razonadamente. Se está bien en la sillita con los ojos entornados.