dimarts, 3 de febrer del 2015

LA NIEVE Y LA TORRE DEL ORO

En un pasado no muy lejano viajaba con cierta frecuencia a Madrid, no sin batirme el cobre en una agreste y pisoteada carretera durante los largos quinientos kmts y cinco horas de posaderas prensadas en el asiento del coche. Los últimos dos o tres años ya abandoné el coche para viajar con alta velocidad, una verdadera gozada y un ahorro importante de las situaciones de riesgo a que te somete la carretera en recorridos prolongados. Si quieres crecer y vigorizar tu negocio no te queda otro remedio que viajar y soportar largas jornadas de tedio, aburrimiento y pesadez en muchas ocasiones. Para no hablar de las largas esperas, con retrasos incluidos, y mortificantes paseos por las impersonales terminales de aeropuertos. Aunque parezca una incongruencia, hay ocasiones en las que viajar es como un castigo. Cuando estas líneas vean la luz volveré a estar en Madrid.

Hoy ha amanecido un día fantástico, cielo azul y el sol desperezándose a su hora. Aunque el frío corta el aliento y las montañas que nos rodean muestran sus cimas pintadas de blanco. Es martes y los sumos sacerdotes del tiempo que con sus predicciones nos previenen de las cuitas climáticas, presagian nevadas generalizadas y en bajas cotas. Nosotros estamos a poco más de cuatrocientos metros, no es de extrañar que nieve en abundancia y deje la casa lista para foto postal y con no muchas facilidades para descender por la rampa del garaje. Durante la agresiva nevada de 2010 tuve el acierto de guardar en el almacén un par de sacos de sal que sobraron, muy indicada para evitar indeseados deslizamientos y tortazos traidores. Aunque imagino que se habrá petrificado. Además del valle y las montañas nevadas, lo que aprecio más de los grandes escenarios nevados es el sepulcral silencio que envuelve el espacio, es un silencio distinto, relajante e invasor. Nada se mueve, no hay pájaros, enmudece la vida, corta el aliento y detiene el tiempo.

Tengo dos opciones para coger el tren, Tarragona o Lleida, la primera me coge algo más cerca pero también es un trazado más conflictivo. Siempre voy a Lleida. Escasos veinticinco minutos y ya te fundes con la niebla de la terra ferma y el Segre. Lleida no es solo agricultura, que la distingue, es una demarcación con un encanto especial, viejas tradiciones, pueblos entrañables y un buen trozo de los Pirineos con unos paisajes que cortan la respiración. A menudo levanto la cabeza para  leer la pizarra electrónica del vagón; 306 kh/h, dos grados, próxima estación Delicias-Zaragoza. Por la megafonía se informa en castellano, catalán e inglés, por este orden, como si el 60% de viajeros no fuesen catalanes en este recorrido. Hojeo los periódicos en el iPad y estiro las piernas para tomar un mal café. Yebes-Guadalajara y Atocha-Madrid, fin de trayecto, dos horas clavadas. La estación del atentado terrorista más horrible de la historia es un organizado follón de gentes cargadas de maletas y destinos con billetes de ida y vuelta. Al salir a la superficie lo primero que adviertes es el mamotreto del ministerio de agricultura. Aunque se compone de tres tramos; Paseo del Prado, Paseo de Recoletos y Paseo de La Castellana, la gran avenida que corta la ciudad de norte a sur, yo siempre le llamo La Castellana, me encuentre donde me encuentre, para abreviar. En esta ocasión me trae al ombligo de España un asunto relacionado con el ocio, ni más ni menos, candilejas, música y compartir con buenos amigos. Ya no son tiempos de heroicidades, aquello ya pasó, nada de prisas, un par o tres de días de descanso. Ahora solo hago excepciones y esfuerzos por la música, soy así. Quizá el barrio de los Austrias, Gran Vía y Plaza Mayor. Puerta del Sol sin asomarme al Congreso de Diputados, me produce urticaria. Ah! Y el bar Torre del Oro en un vano intento de encontrar a Enric Juliana dando cuenta de un caldito. No he tenido nunca suerte.


Ignoro como encontraré la casa, quizá haya quedado en nada o puede que aislada por la nieve. Tanto da, nos arreglaremos, pero si se ha extendido el manto blanco en aquel paraje no perderé ocasión para pisar la nieve con cautela y volver a oír su escalofriante y culpidor silencio.