“El tiempo pasa muy deprisa”. Más que una frase es como una sentencia que
usamos con frecuencia. Puede tener muchos sentidos, casi infinidad de
traducciones que van íntimamente ligadas a momentos o experiencias que
atravesamos, o hechos vividos en otro tiempo pero que ni el tiempo transcurrido
ha sido capaz de borrar. Son pocas palabras pero pueden encerrar grandes o
pequeños episodios, trascendentes o intrascendentes, felices o lamentables,
turbios o añorados. Muchas veces se dicen en voz baja, otras sin abrir los
labios para que nadie pueda preguntarte el origen de tus balbuceos.
Somos prisioneros de nuestro pasado y de todas las
huellas que hayamos podido dejar en él. Como seres vivos y mutantes, lo que un
día nos sedujo y nos involucramos hasta las meninges puede que hoy lo veamos
con arrepentimiento y hasta con cierta indolencia. Por el contrario, también es
posible que lo recordemos con nostalgia y extrañemos su ausencia, lamentando el tiempo transcurrido.
Ciertamente, para bien o para mal, el tiempo pasa muy deprisa.
El refranero popular ilustra con sapiencia todos
estos estados de ànimo: “Agua que no has
de beber, déjala correr, A lo hecho pecho, Faena hecha no ocupa lugar, Haber
gato encerrado, La cabra siempre tira al monte, Ir a por lana y volver
trasquilado, Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer, No hay mal que
por bien no venga, Ojos que no ven corazón que no siente, Quien escucha, su mal
oye, Quien siembra vientos recoge tempestades”. Los hay para todos los
gustos y circunstancias y lo curioso de ello es que aplicados con rigor y
naturalidad suelen dar en el clavo, ajustarse a hechos o momentos de nuestra
vida. Ya saben, Sabe más el diablo por
viejo que por diablo.
Es cierto que están en desuso, y no porque sean
estériles sino porque al igual que nosotros somos cambiantes con la edad y el
tiempo, la literatura que nace del saber popular ya no se hace necesaria, es
como una antigualla que yo sigo considerando vigente pero comprendiendo su
decrepitud. Por no decir que las circunstancias y tiempos en que nacieron han
pasado a mejor vida. En los hogares de otros tiempos la sabiduría del abuelo y
la abuela eran rasgos respetados y prestigiados que pasaban de padres a hijos
como si de herencias no escritas se tratase y de gran valor. Aunque
prácticamente ya casi no queda ni respeto por los abuelos. Todo está
materializado y a la gente no le queda tiempo para cuentos chinos.
Desgraciadamente los abuelos tampoco ya cuentan con aquel saber popular, poco
que contar, nada que enseñar, y un poco de espaldas a nuestro tiempo. Es tal la
velocidad con la que se suceden los acontecimientos que ni se digieren, ni se
entienden, ni ya interesan en la edad de la contemplación, de la melancolía, de
esa envidia insana por la juventud perdida y de los sueños olvidados.
Si, el tiempo pasa muy deprisa, y aunque sea una
utopía la verdad es que cada vez percibes más como los días menguan, se acortan
las etapas, la fugacidad de los buenos momentos se constriñe. Por eso cuando
alguien pronuncia con nostalgia ese huido tiempo pasado, aquellos tiempos en
que uno creyó que se le abrieron las puertas de todos los cielos, el tiempo pasa muy deprisa, creo que en el fondo están
reconociendo errores de su vida, equívocos en el camino escogido. Como el
primer beso, literariamente se quiere recubrir como la arcadia de la felicidad,
de la honestidad, de la pureza. Y esos errores se dan en el trabajo, en las
apuestas de futuro, en el amor. Cuantas veces se alude a la velocidad con que
transcurre el tiempo para no decir que error cometí al no creer en él, o
ella, qué insensato fui al huir de lo
que ahora añoro y sueño cada día, qué iluso fui, y ahora me veo obligado a
vivir con dos caras. Con dos vidas opuestas. “Ojos que no ven, corazón que no siente”.
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