divendres, 7 de novembre del 2014

CON LOS PIES EN EL SUELO

Esta mañana he salido unos minutos antes de que el día empezara a clarear. No recuerdo cuando fue la última vez que protagonicé una hazaña igual, y ahora comienza a costar mucho abandonar las sábanas y su tierno y dulce roce. Me he beneficiado de la compañía de mi fiel perrita, siempre locuaz con sus chispeantes  ojos y sabia consejera pese a su evidente deterioro. Apenas puede oír y su visión es sencillamente preocupante. Se pega a mis zapatos con impagable lealtad, los años no perdonan y fulminan el vigor. Si se le ocurriera abandonar este mundo me costaría mucho habituarme y comprender su definitiva ausencia. Es el primer animal de compañía que he tenido y ahora comprendo muchas de las  cosas que antes me resistía a entender. Buena gente, de verdad.

Sería una banalidad decir que hace fresco porque lo que se pega a tu rostro es frío, descarnado y penetrante, cortante como una daga y gélido como la muerte. La luz emerge silenciosa y se adentra en el entorno casi clandestinamente, con un misterioso secretismo. Las sombras se diluyen llevándose por delante las sinuosas y fantasmagóricas siluetas de retorcidos árboles y cimbreantes  matorrales que la anoche acuna, protege y alimenta. En los humedales del sotobosque asoman los primeros vestigios de musgo como diminutas camisetas verdes pegadas y fundiéndose con las oxidadas rocas. Milú se detiene al apercibirse de que junto a ella un posible enemigo ladea la cabeza repetidamente, falsa alarma, déficit de concentración, no son más que helechos que se balancean vergonzosos y ateridos de frío por la joven brisa.

Me ayudo de un cayado para andar, no por necesidad sino por sentir una imaginaria compañía junto a mí. El camino asciende pero sin gran desnivel, con suave blandura de la tierra húmeda, las piedrecitas emiten tímidos crujidos bajo la suela de los zapatos. De vez en cuando se perciben apresurados pasos sobre las ramas secas de asustados animalitos que ven interrumpido su perfumado sueño y los ajetreados revoloteos de aves huyendo de sus casas de tierra, paja y alientos líquidos. El día se despereza sin prisa, la niebla se repliega como el telón de un gran escenario para dar paso al mayor espectáculo del mundo: la vida.

No hay sol, el cielo se cubre de espesas nubes plomizas, a lo lejos casi negras. Para mí que antes de mediodía abrirán sus costuras para rociar con agua de cielo tanto verdor moribundo, herido por la tristeza del otoño que viste los bosques y prados con los colores de la nostalgia, con la luz del ocaso, con la música del recuerdo y las imágenes color sepia. El camino se pierde en constantes revueltas que ciegan la distancia, parece corto pero es solo una sensación, una trampa, un engaño para que no te sumas en el desánimo, el fácil abandono. Como si quisiera esconderte la próxima estación, el futuro. Pero el tren, mi tren, ha recorrido ya tantos y tan largos caminos que no cede fácilmente, conoce el olor de madrugada, la incerteza de los molinetes repentinos, el misterio paralizante de la niebla y el silencio de la montaña nevada.


Camino despacio, abrigado, tan solo los ojos lagrimosos por el frío me guían. Noto  los esfuerzos y jadeos de mi anciana acompañante y me siento turbado, incómodo. La he cogido en brazos y se ha acurrucado en mi regazo. Ella jamás me ha abandonado, siempre le estoy en deuda. En un recodo me siento para oír el murmullo del bosque, mi leal amiga duerme inmóvil con un ojo abierto. La brisa, en un largo recorrido lleno de obstáculos, me regala las esencias de tomillo, espliego y romero. El suelo está alfombrado de erizos de castaña y a pocos metros una planta de acebo que esconde un madroño, anuncia la navidad. Ya de regreso el perfume de albahaca viste de fiesta los sentidos.