Esta mañana he salido unos minutos antes de que el
día empezara a clarear. No recuerdo cuando fue la última vez que protagonicé
una hazaña igual, y ahora comienza a costar mucho abandonar las sábanas y su
tierno y dulce roce. Me he beneficiado de la compañía de mi fiel perrita,
siempre locuaz con sus chispeantes ojos
y sabia consejera pese a su evidente deterioro. Apenas puede oír y su visión es
sencillamente preocupante. Se pega a mis zapatos con impagable lealtad, los
años no perdonan y fulminan el vigor. Si se le ocurriera abandonar este mundo
me costaría mucho habituarme y comprender su definitiva ausencia. Es el primer
animal de compañía que he tenido y ahora comprendo muchas de las cosas que antes me resistía a entender. Buena
gente, de verdad.
Sería una banalidad decir que hace fresco porque lo
que se pega a tu rostro es frío, descarnado y penetrante, cortante como una
daga y gélido como la muerte. La luz emerge silenciosa y se adentra en el entorno
casi clandestinamente, con un misterioso secretismo. Las sombras se diluyen
llevándose por delante las sinuosas y fantasmagóricas siluetas de retorcidos
árboles y cimbreantes matorrales que la
anoche acuna, protege y alimenta. En los humedales del sotobosque asoman los
primeros vestigios de musgo como diminutas camisetas verdes pegadas y
fundiéndose con las oxidadas rocas. Milú se detiene al apercibirse de que junto
a ella un posible enemigo ladea la cabeza repetidamente, falsa alarma, déficit
de concentración, no son más que helechos que se balancean vergonzosos y
ateridos de frío por la joven brisa.
Me ayudo de un cayado para andar, no por necesidad
sino por sentir una imaginaria compañía junto a mí. El camino asciende pero sin
gran desnivel, con suave blandura de la tierra húmeda, las piedrecitas emiten
tímidos crujidos bajo la suela de los zapatos. De vez en cuando se perciben
apresurados pasos sobre las ramas secas de asustados animalitos que ven
interrumpido su perfumado sueño y los ajetreados revoloteos de aves huyendo de
sus casas de tierra, paja y alientos líquidos. El día se despereza sin prisa,
la niebla se repliega como el telón de un gran escenario para dar paso al mayor
espectáculo del mundo: la vida.
No hay sol, el cielo se cubre de espesas nubes
plomizas, a lo lejos casi negras. Para mí que antes de mediodía abrirán sus
costuras para rociar con agua de cielo tanto verdor moribundo, herido por la
tristeza del otoño que viste los bosques y prados con los colores de la
nostalgia, con la luz del ocaso, con la música del recuerdo y las imágenes
color sepia. El camino se pierde en constantes revueltas que ciegan la distancia,
parece corto pero es solo una sensación, una trampa, un engaño para que no te
sumas en el desánimo, el fácil abandono. Como si quisiera esconderte la próxima
estación, el futuro. Pero el tren, mi tren, ha recorrido ya tantos y tan largos
caminos que no cede fácilmente, conoce el olor de madrugada, la incerteza de
los molinetes repentinos, el misterio paralizante de la niebla y el silencio de
la montaña nevada.
Camino despacio, abrigado, tan solo los ojos
lagrimosos por el frío me guían. Noto
los esfuerzos y jadeos de mi anciana acompañante y me siento turbado,
incómodo. La he cogido en brazos y se ha acurrucado en mi regazo. Ella jamás me
ha abandonado, siempre le estoy en deuda. En un recodo me siento para oír el
murmullo del bosque, mi leal amiga duerme inmóvil con un ojo abierto. La brisa,
en un largo recorrido lleno de obstáculos, me regala las esencias de tomillo,
espliego y romero. El suelo está alfombrado de erizos de castaña y a pocos
metros una planta de acebo que esconde un madroño, anuncia la navidad. Ya de
regreso el perfume de albahaca viste de fiesta los sentidos.
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