A esta hora de la mañana el sol impacta en los muros
del monasterio y produce el mismo efecto que al atardecer, las vetustas y
venerables piedras adquieren ese cálido
color de las manzanas al horno. Desde la salida del astro rey se produce una
sucesión de colores y sombras que salpican el entorno de tal manera que cada
mirada a lo lejos es un nuevo escenario, una nueva pintura recién colgada.
Siempre me debato en esa dicotomía de la que recibo tantos influjos: mar o
montaña. A pesar de haber dedicado gran parte de mi vida a enaltecer mi amorosa
relación con el mar, a bañarme en las espumosas aguas de la nostalgia y
fundirme en sus mil y un tonos azules. A reflejarme en ese horizonte líquido que el sol transforma en
descomunal espejo o palidecer en la noche cuando un rayo de plata lo parte en
dos mitades, a pesar de todo ello, digo, mi alma, tímida y vergonzosa ante una
indisimulada duda, tuerce el gesto hacia donde los árboles y las verdes
llanuras acunan las altas vertientes de bellos terciopelos de musgo y roca.
Desde mi privilegiada atalaya, taller de letras y
libros de historias vividas o fantaseadas, los rayos de sol penetran agresivos
y preñados de cegadora luz, cruzando los ventanales y ajenos a mi presencia. Que
lejos han quedado ya aquellos días en los que en la carretera no había más que
asfalto y prisa, cuando los pájaros no eran más que garabatos en el cielo,
cuando los colores y las flores desfilaban a mi lado sin verlos. Tiempo en el
que otoño no era otra cosa más que color y el invierno frío y barro. Pero ese
tiempo ya oscureció tanto que huyó en una noche cualquiera, en algún recodo de
una carretera que ya no recuerdo con certeza si más que carretera era un
callejón sin salida. Pero las cosas han cambiado, ahora ya no veo asfalto, ni
garabatos volando, ni mucho menos prisa para nada, prisa? Pero que digo, tan
solo me estimulan las ganas de vivir, de hartarme de naturaleza, de empacharme
de bosques y senderos, de hablar con las aves y las flores, de conocer a fondo
la vida verdadera, la de las viñas y los olivos meciéndose con la brisa de los
campos.
Por un momento he detenido las teclas, me he
acercado lentamente al ventanal para abrirlo y sentir como el aire de la mañana
trepa por la enredadera y me invade con sus suspiros de vida. Qué placer
contemplar la grandiosidad que me rodea presa de un silencio ensordecedor. Los
pájaros planean en perfecta formación a escasos metros de mí, parlotean y
sueltan lastre en su vuelo hacia alguna torre del monasterio o acaso en alguna
ventana de marco centenario. Me viene el recuerdo de un artículo firmado por mi
amigo Agustí que con su vieja Olivetti escribió uno de sus más bellos y
enternecedores relatos. El núcleo de su historia son un pájaro, una rama de
ciprés y el alféizar de su celda. Se imaginan hurgar la mente hasta poder
describir con quinientas palabras una historia
de amor, de amor fraternal, de amor por la vida? Escribir es fácil
siempre me decía, con qué sencillez y generosidad escondía su maestría. Allá
donde esté estoy seguro que seguirá aporreando su vieja máquina llenando el
infinito de bellos paisajes pintados con letras.
Se acerca mediodía y los cuadros se han cambiado, la
luz es otra y los ocres y verdes adoptan un tono distinto, más suave, más
pastel, con menos intensidad. Unos almendros llaman mi atención por su firmeza,
quietos, inmóviles, solo balanceando su verde cresta y mirando de reojo media
docena de pinos vecinos que sí alardean de su contorno, bailan lentamente pero
sin descanso. Los aromas que me llegan embriagan y perfuman mi taller, pasto
maldito de nicotina. Debo volver a mi banco de pruebas y concluir este paseo
matinal. Después pondremos el tren a punto, el tiempo apremia y la tierra de
los mil colores aguarda nuestra llegada.
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