divendres, 28 de novembre del 2014

DE NOCHE Y LLOVIENDO

Me he estado devanando los sesos un buen rato pero al final he desistido. Cuando las musas se van de fiesta lo mejor es seguir sus pasos y cambiar de aires. La perrita dormía no lejos de mí en su segunda cama, los años le van ganando la partida y apenas se manifiesta, duerme todo el tiempo. Queda poca luz en el exterior, desde mi atalaya veo como las montañas se envuelven en la niebla baja, se distinguen lejanas manchas blancas que  se extienden por toda la llanura hasta el bajo bosque. Son casitas de campo, algunas con una tenue y trémula luz amarilla, y la mayoría a oscuras, como una representación fantasmagórica de la noche que se avecina. La noche de la vida rural es más noche que la de ciudad, son dos noches distintas. Aquí, cuando todos los gatos son pardos, no hay sombras ni claroscuros, ni neones parpadeando. Tampoco hay aceras ni asfalto, ni nadie a quien saludar. No circulan coches y los tractores ya han vuelto a sus guaridas. Pedir un gin-tonic o inyectarse una cerveza bien fría es una utopía, casi todo es utópico en la noche pegada a los almendros y viñas, avellanos, cerezos o los ancestrales y fieles olivos. Ni siquiera el griterío y las risotadas de los niños correteando a ninguna parte. Ya es de noche en los agonizados sembrados, en los márgenes del río seco, porque así se llama y seco está. Hoy no hay contrato con la luna, no hay representación, no extenderá su manto de brillo, su haz divino. Solo hay noche serena, fría y oscura. Si la hubiera, que no la hay, hasta la espesura de la nieve en el valle sería oscura. La noche es proclive al terror, a escenas crueles que se interpretan con los ojos salidos de órbita o afiladas navajas hundiéndose en el apasionado corazón de una despistada muchacha en un callejón sin salida. Por la noche el amor es como los turrones en navidad, te sorprenden, los desenvuelves, los degustas y después te hartas de ellos sin contención ni mesura. Te narcotizas de sexo creyendo que la oscuridad de la noche te protege de miradas indiscretas y esconde el frenético y lascivo deseo entre penumbras rojas y el cerebro enloquecido.

Se cierne la noche sobre la comarca, qué lejos queda el bullicio de la gran ciudad, una fina y persistente lluvia  va calando tejados y espaldas desprevenidas. Las calles se aprestan para asearse y sacudirse de encima restos que la gente desprecia. Hay quien coge el paraguas como si de un salvavidas se tratara, con fuerza, escondiendo el rostro sin caer en la cuenta de que deja la espalda al alcance de las frías gotas. Ando con cierta precaución, el suelo está resbaladizo y tengo una rodilla triturada en fase de regeneración, eso es lo que me dicen. Los bares ya lucen las cristaleras empañadas, fuera hace fresco y en el interior corre la cerveza entre la barra y las mesas, sorteando conversaciones alumnas de la intrascendencia y parlamentos a gritos de no sé qué gol ni en qué portería. Un letrero blanco de matiz desconocido desea felices navidades sujeto a dos latas de cerveza. Todo un detalle. No tardará en llegar el frío, el de verdad, el que en su código de barras se puede leer en letras de hielo protégete de mi. El frío, como la noche, es distinto que el frío urbano. Aquí las afiladas dentelladas del viento rompen cañerías y buenos propósitos. Alguien habrá cursado la orden, las calles ya están engalanadas con las luces navideñas, pero están apagadas, solo alcanzo a ver hierros retorcidos con distintas siluetas y aspecto siniestro que más se parecen a una premonición indeseada que a un ornamento festivo.  Hace días que me pregunto si por navidad nevará, también la nieve de los pueblos es distinta a la de la ciudad. No nieva tanto como antes, entonces miro por los ventanales y puedo ver la vida y la muerte tendidas en el frío silencio de los blancos valles  y el resplandor de las cumbres nevadas.