Hace unos días, leyendo el periódico, me
detuve en una carta al director en donde su autor denunciaba el trato que
sufren los niños que solos y sin amparo de nadie forman parte de las oleadas de
emigrantes que llegan a las costas del sur de Europa. Concretamente de los
menores a los que hacía referencia una nota de la propia comunidad europea en
la que se daban por desaparecidos e ilocalizables entre diez y veinte mil
niños. Qué puede impulsar a una criatura
abandonar su entorno, su hogar, quizá a su familia: la guerra, el
hambre, la necesidad, la orfandad?
Según la RAE los antónimos de “guerra” pueden
ser: paz, concordia, avenencia, conciliación. Yo les antepondría infancia, horror, muerte o
desamparo. Esa legión de infortunadas criaturas ha llegado a la tierra
prometida sorteando las frías aguas del mayor cementerio de los últimos
tiempos. El Mediterráneo atestado de cadáveres con sus maletas repletas de sueños, sueños de una
vida mejor. Criaturas aterrorizadas que, en el mejor de los casos, son
rescatados con el cuerpo aterido y la mirada desolada por el pánico. Ocultos
entre la abatida muchedumbre, habrán cruzado fronteras y se encontraran
desperdigados en países del norte del continente más perdidos que una aguja en
un pajar. Sin comer, sin comprender, amenazados o perseguidos, no aparecerán
nunca más en los noticiarios de ningún país. Pasará el tiempo y aquella mirada
perdida de pánico infantil se tornará en finos estiletes con los que cortar su
supervivencia. Un buen puñado morirán en el intento y unos cuantos miles serán
presa de las mafias que comercian con seres humanos para darse de bruces con la
prostitución, la droga o el crimen. El sueño de una mejor vida ya no será más
que una utopía. Solo será un lejano sueño. En estos casos las leyes protectoras
y la solidaridad internacional son un brindis al sol, un entremés a la hora de los telediarios, que se sirve
frío, sin esmero y falto de credulidad.
A todas esas calamidades que vinculan a
menores de edad con un incierto y oscuro futuro, no podemos dejar de lado el
papel de la iglesia católica – y no solo de ella-. Quizá no tengan la misma procedencia
pero también concurren en ellos la debilidad, incerteza y temor que los hacen
ser presas sexuales de hombres entregados a Dios, sin escrúpulos, vergüenza ni
compasión y que esconden bajo sus hábitos al más vil de los depredadores. No es
mi intención incidir solo en la Iglesia, la humanidad es mucho más, pero ellos
han contraído un compromiso divino que los hace más culpables y a sus víctimas
más inocentes. En Estados Unidos, durante los últimos años son muchas las
diócesis que han entrado en números rojos, cuando no en ruina absoluta, siendo
la de Boston con quinientos millones de dólares de los mil que se han
desembolsado, la que más bocas ha cerrado
en forma de indemnizaciones a víctimas de pederastia.
Desde que se lleva un registro más o menos fiable
de casos de pederastia en el seno del sacerdocio, prácticamente no queda a
salvo ni una provincia española. Funesto ratio que sin duda sería de aplicación
al mundo entero. Si tenemos en cuenta que la mayoría de casos no fueron ni son
denunciados, estamos ante un verdadero estrago, un colosal infanticidio. Siendo
las guerras y catástrofes un caldo de cultivo de esta lacra social, cuando
pienso en los lugares exentos de belicismo tiemblo de lo que puede llegar a
significar. Nada hay más puro, bello, inocente e ilusionante que los niños. Si
han de caer en las redes de estos desalmados pedófilos, la mayoría de las veces
impunemente, es que algo no estamos haciendo bien. No interpretan bien el
Evangelio…”dejad que los niños se
acerquen a mi”, pero no es eso, no es eso.
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