dimecres, 17 de febrer del 2016

LOS OJOS DE LA VERGUENZA

Hace unos días, leyendo el periódico, me detuve en una carta al director en donde su autor denunciaba el trato que sufren los niños que solos y sin amparo de nadie forman parte de las oleadas de emigrantes que llegan a las costas del sur de Europa. Concretamente de los menores a los que hacía referencia una nota de la propia comunidad europea en la que se daban por desaparecidos e ilocalizables entre diez y veinte mil niños. Qué puede impulsar a una criatura  abandonar su entorno, su hogar, quizá a su familia: la guerra, el hambre, la necesidad, la orfandad?

Según la RAE los antónimos de “guerra” pueden ser: paz, concordia, avenencia, conciliación. Yo  les antepondría infancia, horror, muerte o desamparo. Esa legión de infortunadas criaturas ha llegado a la tierra prometida sorteando las frías aguas del mayor cementerio de los últimos tiempos. El Mediterráneo atestado de cadáveres con  sus maletas repletas de sueños, sueños de una vida mejor. Criaturas aterrorizadas que, en el mejor de los casos, son rescatados con el cuerpo aterido y la mirada desolada por el pánico. Ocultos entre la abatida muchedumbre, habrán cruzado fronteras y se encontraran desperdigados en países del norte del continente más perdidos que una aguja en un pajar. Sin comer, sin comprender, amenazados o perseguidos, no aparecerán nunca más en los noticiarios de ningún país. Pasará el tiempo y aquella mirada perdida de pánico infantil se tornará en finos estiletes con los que cortar su supervivencia. Un buen puñado morirán en el intento y unos cuantos miles serán presa de las mafias que comercian con seres humanos para darse de bruces con la prostitución, la droga o el crimen. El sueño de una mejor vida ya no será más que una utopía. Solo será un lejano sueño. En estos casos las leyes protectoras y la solidaridad internacional son un brindis al sol, un entremés  a la hora de los telediarios, que se sirve frío, sin esmero y falto de credulidad.

A todas esas calamidades que vinculan a menores de edad con un incierto y oscuro futuro, no podemos dejar de lado el papel de la iglesia católica – y no solo de ella-. Quizá no tengan la misma procedencia pero también concurren en ellos la debilidad, incerteza y temor que los hacen ser presas sexuales de hombres entregados a Dios, sin escrúpulos, vergüenza ni compasión y que esconden bajo sus hábitos al más vil de los depredadores. No es mi intención incidir solo en la Iglesia, la humanidad es mucho más, pero ellos han contraído un compromiso divino que los hace más culpables y a sus víctimas más inocentes. En Estados Unidos, durante los últimos años son muchas las diócesis que han entrado en números rojos, cuando no en ruina absoluta, siendo la de Boston con quinientos millones de dólares de los mil que se han desembolsado,  la que más bocas ha cerrado en forma de indemnizaciones a víctimas de pederastia.


Desde que se lleva un registro más o menos fiable de casos de pederastia en el seno del sacerdocio, prácticamente no queda a salvo ni una provincia española. Funesto ratio que sin duda sería de aplicación al mundo entero. Si tenemos en cuenta que la mayoría de casos no fueron ni son denunciados, estamos ante un verdadero estrago, un colosal infanticidio. Siendo las guerras y catástrofes un caldo de cultivo de esta lacra social, cuando pienso en los lugares exentos de belicismo tiemblo de lo que puede llegar a significar. Nada hay más puro, bello, inocente e ilusionante que los niños. Si han de caer en las redes de estos desalmados pedófilos, la mayoría de las veces impunemente, es que algo no estamos haciendo bien. No interpretan bien el Evangelio…”dejad que los niños se acerquen a mi”, pero no es eso, no es eso.