No todos somos iguales en todo, como los sellos, sería aburridísimo. Hay
una edad que va de los dieciséis a los veinte años en que nos encaramos a la
vida con cierto desparpajo, con un punto de osadía que nos incita a creer que
ya estamos de vuelta de todo. Algunos ya fuman, otros confraternizan con el
alcohol, y los hay que van de putas como el que va al circo. Creo que le llaman
adolescencia, y suponiendo que lo sea a de ser una adolescencia prematura y con
pegajosos filamentos infantiles. O sea, niños grandotes. Es un estado de
inmadurez absoluto en donde las grandes ideas, los proyectos de futuro y la
perpetua crítica al sistema se manosean y superponen como si fueran naipes.
Suficiencia y descaro que quien más que menos ha practicado.
Tuve un amigo de infancia con el que compartí el crecimiento desde los
nueve años hasta que nos admitieron en la universidad. Se llamaba Joan. Alegre
y divertido fue mi segunda piel y creo que la mía también se sobrepuso a la
suya. Seco como una espiga, alto y enjuto, tenía una sonrisa contagiosa que con
el tiempo le abriría muchas puertas. La gente que sabe derrochar simpatía
dispone de una llave maestra que la mayoría carecemos de ella. A diferencia
mía, Joan era un estudiante brillante que, paradójicamente, estudiaba muy poco,
pero tenía un poder de asimilación y comprensión excepcional. Muchas veces le
decía que las lecciones las “preveía”. Al inicio del tercer curso, me dije que
ya tenía bastante de leyes y códigos, abandoné. Sentía necesidad de hacer otras
cosas. Él se graduó tres años más tarde, se licenció como abogado y yo estuve
presente en esa graduación. Me sentí feliz por él y también por mí. Nuestra
amistad seguía siendo de acero y aquel acto, en cierta manera, vino a poner un
broche a miles de sueños acumulados en años de juventud. Mi singladura empezaba
a dar sus frutos y seguía sintiendo la necesidad de comerme el mundo, eso sí,
en las antípodas del derecho, las togas, los contratos y las leyes.
Nuestra relación de amistad pienso que fue como un modelo representativo de
confianza, entrega, sacrificio y comprensión. Me hubiera gustado que conociera
a mi mujer y mis hijos, pero no fue así. A los pocos días de graduarse marchó a
Paris, a descansar dijo, y no regresó hasta al cabo de diez años. Jamás ejerció
de abogado pero descubrió su vena
literaria. El París de los 70, aun siendo París, era una ciudad de color gris y
plúmbeo, coleteaban las repercusiones del mayo 68 y en la trastienda de los
bulevares hervía el clamor de una juventud resistente, contestataria, revoltosa
i, sobretodo, alegre, desenfadada y abierta al desenfreno, el amor, el sexo y
la bebida. Joan se integró de tal manera en esa resucitada bohemia que hundió
en ella sus cinco sentidos. Sus dos primeros libros costaron Dios y ayuda
poderlos ver publicados. Pero a partir de ahí supo combinar su gran talento con
el alcohol y de ello surgió un reconocido escritor al que se le aliviaba su
maltrecho bolsillo. Con ello vivió con holgura y malgastó con afán y lujuria.
En aquel tiempo las comunas de gente joven vivían y morían de noche.
Al principio nos carteábamos con frecuencia, años después tan solo para
desearnos felicidad en Navidad. Y una vez ya en Barcelona fuimos enfriando del
todo nuestra relación. Yo tenía mi familia y mis ocupaciones y tampoco me
esforcé en localizar sus pasos. Excepcionalmente, por un conducto u otro sabía
de su decrepitud: viejo, encorvado, caminar lento y enfundado bajo un raído abrigo
hasta los pies y un sombrero negro de ala ancha deshilachado. Hacía años que no
escribía y estaba alcoholizado hasta los pernos. No, no somos todos iguales, ni
mejores ni peores, solo distintos. De su
precipitado funeral me quedo con unas palabras del capellán: “Joan siempre fue un niño, creyó que la vida
era un juguete”. Me dañó esta descripción, pensé que se conocían, pero al
marchar, mi mujer me dijo “por qué
sonríes?”
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