dimecres, 3 de febrer del 2016

ADOLESCENCIA, LIBROS, ALCOHOL Y SEXO.

No todos somos iguales en todo, como los sellos, sería aburridísimo. Hay una edad que va de los dieciséis a los veinte años en que nos encaramos a la vida con cierto desparpajo, con un punto de osadía que nos incita a creer que ya estamos de vuelta de todo. Algunos ya fuman, otros confraternizan con el alcohol, y los hay que van de putas como el que va al circo. Creo que le llaman adolescencia, y suponiendo que lo sea a de ser una adolescencia prematura y con pegajosos filamentos infantiles. O sea, niños grandotes. Es un estado de inmadurez absoluto en donde las grandes ideas, los proyectos de futuro y la perpetua crítica al sistema se manosean y superponen como si fueran naipes. Suficiencia y descaro que quien más que menos ha practicado.

Tuve un amigo de infancia con el que compartí el crecimiento desde los nueve años hasta que nos admitieron en la universidad. Se llamaba Joan. Alegre y divertido fue mi segunda piel y creo que la mía también se sobrepuso a la suya. Seco como una espiga, alto y enjuto, tenía una sonrisa contagiosa que con el tiempo le abriría muchas puertas. La gente que sabe derrochar simpatía dispone de una llave maestra que la mayoría carecemos de ella. A diferencia mía, Joan era un estudiante brillante que, paradójicamente, estudiaba muy poco, pero tenía un poder de asimilación y comprensión excepcional. Muchas veces le decía que las lecciones las “preveía”. Al inicio del tercer curso, me dije que ya tenía bastante de leyes y códigos, abandoné. Sentía necesidad de hacer otras cosas. Él se graduó tres años más tarde, se licenció como abogado y yo estuve presente en esa graduación. Me sentí feliz por él y también por mí. Nuestra amistad seguía siendo de acero y aquel acto, en cierta manera, vino a poner un broche a miles de sueños acumulados en años de juventud. Mi singladura empezaba a dar sus frutos y seguía sintiendo la necesidad de comerme el mundo, eso sí, en las antípodas del derecho, las togas, los contratos y las leyes.

Nuestra relación de amistad pienso que fue como un modelo representativo de confianza, entrega, sacrificio y comprensión. Me hubiera gustado que conociera a mi mujer y mis hijos, pero no fue así. A los pocos días de graduarse marchó a Paris, a descansar dijo, y no regresó hasta al cabo de diez años. Jamás ejerció de abogado pero  descubrió su vena literaria. El París de los 70, aun siendo París, era una ciudad de color gris y plúmbeo, coleteaban las repercusiones del mayo 68 y en la trastienda de los bulevares hervía el clamor de una juventud resistente, contestataria, revoltosa i, sobretodo, alegre, desenfadada y abierta al desenfreno, el amor, el sexo y la bebida. Joan se integró de tal manera en esa resucitada bohemia que hundió en ella sus cinco sentidos. Sus dos primeros libros costaron Dios y ayuda poderlos ver publicados. Pero a partir de ahí supo combinar su gran talento con el alcohol y de ello surgió un reconocido escritor al que se le aliviaba su maltrecho bolsillo. Con ello vivió con holgura y malgastó con afán y lujuria. En aquel tiempo las comunas de gente joven vivían y morían de noche.




Al principio nos carteábamos con frecuencia, años después tan solo para desearnos felicidad en Navidad. Y una vez ya en Barcelona fuimos enfriando del todo nuestra relación. Yo tenía mi familia y mis ocupaciones y tampoco me esforcé en localizar sus pasos. Excepcionalmente, por un conducto u otro sabía de su decrepitud: viejo, encorvado, caminar lento y enfundado bajo un raído abrigo hasta los pies y un sombrero negro de ala ancha deshilachado. Hacía años que no escribía y estaba alcoholizado hasta los pernos. No, no somos todos iguales, ni mejores  ni peores, solo distintos. De su precipitado funeral me quedo con unas palabras del capellán: “Joan siempre fue un niño, creyó que la vida era un juguete”. Me dañó esta descripción, pensé que se conocían, pero al marchar, mi mujer me dijo “por qué sonríes?”