Cuando yo tendría más o menos poco más de un metro
de alzada, tenía una asignatura que llamaban literatura, a secas, de entre
todas las que estudiábamos ésta era la que más me gustaba, tanto era el
entusiasmo que me suscitaba, tantas puertas creía que me abrían en el laberinto
de mi pseuda adolescencia, que me volqué en ella. Llegado a un punto en que no
solamente estudiaba con fervor y devoción, sino que durante un tiempo dediqué
toda mi atención al mágico mundo de la unión de letras, de la construcción de
frases, al conocimiento de las grandes obras de la historia, las que han
marcado una huella indeleble en este absurdo mundo en el que vivimos, en donde
la banalidad se superpone a lo escatológico para liderar programas basura de
televisión, que son aceptados y premiados con la misma banalidad. Es lo que
hay.
Años más tarde y con un puñado de centímetros
añadidos persistí en ese afán por el mundo de las letras, aunque nunca como
formación académica o como proyecto de futuro en esa rama. Aquello era más bien
un romance, quizá incluso amor por las historias contadas. Leía a todas horas
sin selección ninguna, sin tendencias, ignorando modas o recomendaciones, sin
orden ni concierto, leía de todo, incluyendo lecturas no apropiadas para mis
centímetros, y como ejemplo una vasta enciclopedia acerca de la segunda guerra
mundial o las épicas de Homero, del que desconocía su existencia. Las
enseñanzas de la escuela, no ajenas al tiempo que vivíamos, se centraban en la
nómina española. Gracián, Quevedo, Valle Inclán, Concha Espina, Cervantes,
Góngora, Lope de Vega y un largo etcétera de los que no me he arrepentido jamás
de conocer, sublimes escritores. La cartelera catalana, por las mismas razones
políticas, era tan exigua que apenas recuerdo un par de nombres. Lo mismo que
de la literatura internacional, cuatro tópicos. Es lo que había.
Con unos treinta centímetros más, ya casi llegando
al límite, me interesé vivamente por los autores americanos y franceses.
Entraron a formar parte de mi vida los Tennessee Williams, Salinger, Truman
Capote, Steinbeck, Scot Fitgerald y por parte francesa Victor Hugo, Proust,
Sartre o Saint Exupéry. Unos surgidos durante la Gran Depresión, y otros como
damnificados de la II Guerra Mundial. En ellos descubrí que tras sus
legendarias obras y guiones de una precisión y a veces crudeza incontestable,
se escondían personajes atormentados por los celos, la homosexualidad, el
rencor, la frustración, la ruindad y casi como común denominador, el
alcoholismo. En la mayoría de casos han ornado de gloria la literatura mundial,
pero de ninguna manera han sido personalidades ejemplares en su vida privada.
Antes todo lo contrario.
Decía Arthur Miller que la mayor parte de la
escritura se hace lejos de la máquina de escribir, y es una verdad a voces. La
enseñanza de sus páginas siempre suele ser un compendio de las vivencias y los
estados de ánimo del autor, que siempre de una manera u otra asoman la patita
entre líneas. Tras estas vidas de egos heridos y de idolatras edulcorados, se
esconden frustraciones vitales. “Lo peor es
cuando has terminado un capitulo y la máquina de escribir no aplaude”
(Orson Welles). “Si no logras desarrollar
toda tu inteligencia, siempre te queda la opción de hacerte político”
(Chesterton).
En fin, en mi caso, tampoco quiero exagerar, no es
más que un capítulo de mi vida, capítulo importante por el goce que me ha
proporcionado la lectura de historias contadas por algunos maestros en el
manejo del abecedario y que no por ello se han entrometido ni mucho menos han modificado
mi modo de ser. Pero si es cierto que navegando por sus páginas he conocido
personajes de toda condición con sus bondades y mezquindades, y ese es un
tesoro que nadie me puede arrebatar. Y para concluir, llegué a la cima de mis centímetros
acumulados y todavía no he cesado en encontrar personajes entrañables entre
páginas.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada