Hay veces que, al andar, doy algún saltito,
un suspiro de apenas unos centímetros que me eleva a la categoría de insecto.
Ni cuenta me doy. Un diminuto charco, una baldosa herida, un excremento
prohibido de perro y de dueño exiliado de la norma, un fugaz intento de apretar
el paso, un pájaro absorto en tarea nutritiva y, qué sé yo, son tantos los
obstáculos de la senda urbana que, a fuer de ser sincero, pienso que camino y trampas
se funden en uno solo, las propias dificultades hacen el camino. En mi juventud
no advertía estas cosas, no reparaba en riesgo alguno, es más, visto desde mí
atalaya edificada con plantas de 365 días, llego a la inequívoca conclusión de
que por aquel entonces el único peligro era yo mismo. Bendito peligro de
juventud.
Es tiempo de mar, ahora toca visitar un
viejo amigo. Todavía no sé a ciencia cierta si se trata de hombre o mujer,
macho o hembra, masculino o femenino. Creo que hay de todo, se le nombra
indistintamente. Para el caso me es indiferente, siempre lo he tenido por
amigo, desde mis primeros escarceos con él. Pero de eso hace ya tanto que de la
gramática me olvidé, la única norma que contemplo son los gastados lazos azules
que me unen al mar, trajinados por las mismas olas que en un muy lejano día
hicieron las presentaciones. Y es así que, aun hoy, la amistad perdura y con
muy buena salud. Con tan solo un matiz, él tan joven y uno con las estanterías
repletas de caminos y detenciones.
Fue en otras tierras, lejos de aquí. Con
una pequeña pala roja, o verde o azul o amarilla, horadando la arena húmeda en
busca de nada, vaciando el mar con un pequeño cubo amarillo, o verde o rojo o
azul, caí en la cuenta de que no había otra orilla frente a la mía. Su desnuda
inmensidad dominaba mi asombro y, de paso, mi vida. Inmensamente silencioso
como la noche de luna en la montaña nevada, solo el líquido rumor de las olas
arrullando la arena. Eran las olas y sus invisibles hilillos de oro azul cielo que, no por ocultos, carecían de existencia. En aquellos días
aprendí a tutearme con el mar, a explicarle mis castillos en el aire, que no
eran de arena, mis ansias de saber, tan inanes y efímeras que todavía no sé. Yo
le preguntaba y me mandaba sus respuestas con las olas, los hilillos y el oro.
Fui entusiasta y aplicado, siempre le respeté, nos hicimos amigos. Corrí un grueso
cortinaje a mis espaldas y tras ellas enterré mi pasado. En cambio él lleva miles
de años representando la misma función y sigue encandilando, igual de joven,
igual de tenebroso en los enfados, mismas tonalidades, alimento de nubes,
armador de tempestades, decorador de arrecifes, playas, islotes y litorales.
Ya no le hablo ahora, abandono mi cuerpo en
una roca y miro fijamente el horizonte, y entre aquel trazo postrero y
horizontal, en ese espacio sin puertas ni cercas, ni ventanas, ahí está él. No
es necesaria palabra alguna, es vernos y claudicar, ceder ante la inmensidad y
majestuosidad del mar, del océano, de sus profundidades, de su gigantesca
riqueza, de sus irisadas aguas. Hace como que no me ve, como los niños jugando
al escondite y tapándose la cara con los dedos abiertos, pero me ve, claro que
me ve.
Pienso en mi edificio de tantas plantas de
365 días y se me encoge el pecho, se me anuda la garganta, me sobresalto. No
aprecio ninguna señal en la orilla, no alteran las olas su vaivén, ningún
reflejo de oro. ¿Estaré soñando despierto? Pero calla, quieto, ¡mira! Parece un
remolino, a lo lejos. Sí es un remolino, las aguas se baten en un círculo como
si quisieran decir algo.
De regreso vuelvo a sentirme un insecto; una
lata de refresco, un bastón olvidado, un trozo de bocadillo, una prenda
desvencijada… y un saltito y otro saltito. Caen gotas, la noche es cerrada y el
tramo discurre con el mar por vecino, no lo veo, casi no lo oigo, pero lo
siento dentro, muy adentro.
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