dimarts, 3 de maig del 2016

OBSOLESCENCIA

Creo que en alguna ocasión ya lo he comentado, fue en un viaje a Ámsterdam. Tenía una animada y paciente conversación con un muchacho nativo, los holandeses hablan perfectamente su lengua más el inglés, todos. Había llegado pocas horas antes al aeropuerto de Schiphol y en aquel momento me encontraba ya en el centro de la ciudad, en una conocida cafetería especializada en las tartas de zanahoria. Allí la zanahoria y las patatas fritas gozan de gran predicamento. Aunque si les digo la verdad prefiero la zanahoria en la verdura o la ensalada. Bien, el caso es que el establecimiento se hallaba repleto de gente y nos dieron mesa en un bonito altillo que también congregaba un buen puñado de clientes. Se accedía mediante una tortuosa escalera de caracol. El caso es que al marchar puse máxima atención al descender por la retorcida escalera, pero desgraciadamente no la suficiente puesto que en el penúltimo peldaño se me liaron las piernas y emprendí un gracioso vuelo durante el que volqué una mesa con sus correspondientes zanahorias azucaradas, esparciendo mis sufridos huesos por el suelo, entre patas de mesa y zapatos. Solo en aquel momento fui consciente de que me había dejado olvidado mi pobre menisco entre los barrotes del caracol. El dolor era tan intenso que me vi obligado a llorar sonriendo. Y eso no es fácil. La cosa no tiene más historia que un cebollazo de dilatadas consecuencias y un ridículo de los que dan que hablar. Somos seres racionales y como tal ya me llevé mi ración de zanahoria al vapor del caracol y fundido de menisco al hierro forjado.



No cabe duda de que a medida que vamos creciendo nuestras facultades van mermando, y lo que es un servidor ya lleva su buena dosis de crecimiento acumulado. Si bien lo que más me preocupa en la actualidad no son los tortazos que me puedan sobrevenir, las limitaciones al esfuerzo o la carencia de lotes, ustedes ya me entienden. Quizá lo que más me afecta es lo tocante a la situación anímica. Esto ya es más trascendente, preocupante, da que pensar. Al fin y al cabo, si no puedes alcanzar los cuatro polvos en una perfumada y loca noche, pues que sean tres. Ustedes también ya me entienden. Ahora bien, sufrir pérdida o ausencia de deseos, ilusiones, proyectos o aventuras, aquí sí que el panorama ya se viste de renuncia púrpura. Los pequeños y grandes viajes que han sido mi seña de identidad a lo largo del trayecto, están atravesando una época de obsolescencia. Efectivamente, me estoy convirtiendo en un ordenador antiguo, en una bicicleta sin ruedas, en una estilográfica sin plumín. Son objetos obsolescentes; pasados, antiguos, superados, amortizados, viejos, inadaptados. Como yo.

Si un nieto me pregunta, abuelo estas triste? Cómo diablos le digo a la criatura que soy una bicicleta sin ruedas o un ordenador abollado. No lo entendería, no sabe lo que es una metáfora, una licencia gramatical o un quiebro de palabras. Pero es que no es ni esa la cuestión, es que estoy abollado de verdad. Y cómo le digo al niño, hijo mío, tu abuelo está triste porque está abollado. En fin, olvidemos la obsolescencia ni que sea por un rato. Las salidas nocturnas no me han gustado nunca ni nunca las he practicado. Pero es que ahora empiezan a sobrarme hasta las diurnas, me da pereza ir a cualquier parte. Ni al restaurante me apetece acudir. De compras mucho menos, la moto en el garaje con obsolescencia, la botella del whisky como muerta, las salidas a la montaña olvidadas, los trajes y corbatas en el sueño de los justos, ir al cine he olvidado lo que significa, admirar a las mujeres de buen ver, eso no se me ha olvidado.


Que quieren que les diga, tengo de sobreponerme, volver a ilusionarme por los sueños, por los deseos contenidos, por aquellos lugares en los que cada mirada es un suspiro, cada paisaje un latido, cada kilómetro una puerta abierta a la esperanza. Hay que olvidar la obsolescencia, no estoy obsoleto. Y esto mismo les aconsejo.