“Cuando un
amigo se va queda un espacio vacío que no lo puede llenar la llegada de otro
amigo/Cuando un amigo se va se queda un
árbol caído que ya no vuelve a brotar
porque el viento lo ha vencido”. Alberto Cortez dedicaba estos versos a
un amigo del alma, decía él. Es un golpe duro. Y es cierto, el espacio vacío
que deja nadie ni nada lo puede llenar, porque ya nada es igual. Sientes la
mordida del abandono, de la soledad, como si una gran ventisca hubiera asolado
el lugar, los recuerdos se amontonan bloqueando tu mente y tu capacidad para
comprender que las cosas son así y no de otra manera. No acabas de entender esta
ausencia, este zarpazo que desnuda tus palabras, que marchita para siempre los
verdes sembrados que ya no germinarán más espigas de lo que un día fue.
No hablo de un amigo común, de mesas con las copas
alzadas y de risas descontroladas, de favores que hay que devolver, de
compromisos y secretos compartidos, de viajes con gente apreciada, de tropelías
participadas y cometidas en la lejana infancia, ni de las lágrimas derramadas
por un inesperado distanciamiento. Nada de eso, es mucho más humilde, más
sencillo, menos orgulloso, casi siempre con una tierna mirada. Por no ser no es
ni amigo, es amiga, secretaria, confidente, servidora, abnegada y leal como
nadie. Fea, negrita, pequeña, obediente y callada. Cuatro patitas y atendía por
Milú. Por qué duele tanto perder a
un animalito de companía? En la “Elegía
por la muerte de un perro” Unamuno
escribe “Los dioses lloran cuando muere
el perro que les lamió las manos, que les miró a los ojos y al mirarles así les
preguntaba. ¿A dónde vamos?
Decidió marcharse el lunes, dos de marzo, con sus
chispeantes ojitos velados por un maldito velo traslúcido,
nos dijo que ya no podía más, que era imposible resistir aquella larga agonía
de tantos días, que no quería dejarnos pero que tenía el cuerpo tan roto que
más que cuerpo era una prolongación de su cabecita. Que la perdonásemos. Dios
mío! en que soledad me ha sumido, en que vacío más hondo me ha sumergido. “Ahora que no estoy contigo, no quiero
verte triste. Deseo que cuando pienses en mi sonrías, pues así sabré que mi
recuerdo te hace feliz. Quiero que recuerdes los buenos momentos que
compartimos, nuestras muestras de cariño, nuestros juegos…y si alguna vez te
defraudé, o me porté mal, perdóname”. Lo he leído por ahí pero he llegado a
pensar que lo escribió para mí. Defraudar dice, pobre, si únicamente yo soy
quien ha de pedirle perdón. Qué ironías tiene el destino.
Diecisiete años de su vida nos regaló, todos los que
tenía. Cinco locos bajitos interrumpieron sus descansos con sus juegos y
algarabías. Unos tirándole de la cola y otros disfrazándola de cualquier cosa
menos de perro. Conmigo subió a la montaña y bebió de las mismas fuentes, podía
más su sentido de la amistad que el terror de subirse a la moto. Viajó a no sé
cuántos lugares en el asiento trasero y desde su atalaya nocturna con un ojo
dormía y con el otro hacía de vigía, ningún ruido ni ninguna rama revoltosa
eran ajenas a su fino olfato y oído. Amaba las tardes de fuego en el hogar. Se
ha ido de este valle sin conocer la insolencia ni la fiereza, ni tampoco la
vanidad, tan propias del hombre, tan solo con sus virtudes y ella sin saberlo.
No lejos de casa, en una extensa y verde llanura que también era su casa, se
dibuja una pequeña colina desde la que se otea el horizonte de cielo azul, en donde
a la sombra de unos viejos almendros descansa para siempre, y mucho me temo que
desde su nueva atalaya siga vigilando nuestros pasos que era su manera de ser feliz.
No entristezcas Milú, si lloro es solo por tu ausencia.

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