Yo diría que más qué una tradición, las fiestas de
navidad han devenido en unos días de recogimiento, de hacer excepciones, de
acordarte de quien ya no está, de convertir las casas en pequeños escaparates
nevados de mentirijilla, de acordarte de los que sí están pero no te
relacionas, de convertir las cocinas en centros de poder y los congeladores en
la retaguardia para el abastecimiento de la tropa. La tradición ya no es otra
cosa que puro marketing, bombardeo de publicidad para ablandar los bolsillos,
regalo de objetos que no sirven para una mierda o que te regalen dos botellas
de vino ensalzadas con lujosa palabrería de sensaciones afrutadas y que no se
las bebe ni el perro. Afortunadamente los chiquillos son los grandes protagonistas
de todos estos días. Su dulzura y candidez superan con creces cualquier
tradición por mucho marketing que haya por medio, son substanciales,
auténticos, leales, inocentes, alegres y buenos.
Hasta hace pocos años hacíamos un pesebre bastante
aceptable, con los inefables detalles antagónicos como una pequeña grúa tras
las montañas izando un carrito de alfalfa, un pequeño tren eléctrico cruzando
la noche de papel azul y estrellada cerca del campamento de los pastorcillos o
una bonita lancha blanca pilotada por una señora en bikini en un mar de papel
de plata. Por no hablar de los borreguitos y gallinas más altas que los propios
reyes magos. A sabiendas de que el mismísimo alcalde de Belén nos podría incoar
expediente sancionador por gamberros urbanos y, tal vez, los ecologistas de
bicicleta también podrían haber ordenado la suspensión y cierre de mi pesebre,
más que nada por aquello del capitalismo feroz al ver al niño Jesús con
camisetita de Ralph Lauren. Y lo del plan parcial, claro está.
Y un servidor que es gruñón de condición, me
estremecía al ver aquel escenario tridimensional, electrificado, irisado, pintado y embellecido, en estado de
saqueo y expolio. Las lucecitas colgando de la grúa, los borreguitos encima de
la tele, la señora en bikini sobre el turrón de Jijona o la camisetita de Jesusito
dentro de un vaso de coca cola. Pongo voluntad y cariño con las criaturas pero
es que a veces me desbordan. El año que encontré a San José, apoyado en su
garrota, haciendo guardia en la casita del perro y al ángel de la guarda
dormitando en mi zapatilla ya perdí la paciencia. Pero saben una cosa, ahora
añoro aquellos años, no por el expolio del pesebre, ni por mis riñones triturados,
tampoco porque la perrita hiciera amistad con San José o la ristra de lucecitas
estuviera enrollada en la cabeza de la pequeña. Nada de eso, sino por aquellos
ojitos chispeantes, las expresiones de sorpresa, las muecas de desconcierto o
los gestos de contrariedad. Nada de todo lo contado debe influir a aquellos que
tienen nietos pequeños. Los niños son el mejor regalo de la Navidad. Han pasado
pocos años pero ya desfilan los cinco con su iPad a cuestas, pero tengo la
misma devoción por ellos. Crecen y se aleja un poco la magia de la Navidad,
pero el grato recuerdo perdura y, según como, dan más brillo a la reunión.
No estoy muy seguro pero pese a que algunos me
atribuyan una cierta frialdad, creo que en el fondo soy un romántico. Sin
exagerar, la vida, como tantas otras cosas, tiene dos caras, la antipática,
cruel y dura y la que permite emocionarte ante la belleza, derramar alguna
furtiva lágrima al oír algunas notas, compungirte por las líneas de algún
relato o mudarte por un rato al silencio del bosque, a la sinuosidad de un
incierto sendero que no sabes a donde lleva, solo sientes los fríos arañazos de
la brisa en tu rostro. También todo ello tiene su pequeña parte de Navidad.
Con mis mejores deseos a todos por los días que se
avecinan y para después, también.
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