divendres, 6 de març del 2015

CUANDO UN AMIGO SE VA

“Cuando un amigo se va queda un espacio vacío que no lo puede llenar la llegada de otro amigo/Cuando un amigo se va  se queda un árbol  caído que ya no vuelve a brotar porque el viento lo ha vencido”. Alberto Cortez dedicaba estos versos a un amigo del alma, decía él. Es un golpe duro. Y es cierto, el espacio vacío que deja nadie ni nada lo puede llenar, porque ya nada es igual. Sientes la mordida del abandono, de la soledad, como si una gran ventisca hubiera asolado el lugar, los recuerdos se amontonan bloqueando tu mente y tu capacidad para comprender que las cosas son así y no de otra manera. No acabas de entender esta ausencia, este zarpazo que desnuda tus palabras, que marchita para siempre los verdes sembrados que ya no germinarán más espigas de lo que un día fue.

No hablo de un amigo común, de mesas con las copas alzadas y de risas descontroladas, de favores que hay que devolver, de compromisos y secretos compartidos, de viajes con gente apreciada, de tropelías participadas y cometidas en la lejana infancia, ni de las lágrimas derramadas por un inesperado distanciamiento. Nada de eso, es mucho más humilde, más sencillo, menos orgulloso, casi siempre con una tierna mirada. Por no ser no es ni amigo, es amiga, secretaria, confidente, servidora, abnegada y leal como nadie. Fea, negrita, pequeña, obediente y callada. Cuatro patitas y atendía por Milú. Por qué duele tanto perder a un animalito de companía? En la “Elegía por la muerte de un perro” Unamuno escribe “Los dioses lloran cuando muere el perro que les lamió las manos, que les miró a los ojos y al mirarles así les preguntaba. ¿A dónde vamos?

Decidió marcharse el lunes, dos de marzo, con sus chispeantes ojitos velados por un maldito velo traslúcido, nos dijo que ya no podía más, que era imposible resistir aquella larga agonía de tantos días, que no quería dejarnos pero que tenía el cuerpo tan roto que más que cuerpo era una prolongación de su cabecita. Que la perdonásemos. Dios mío! en que soledad me ha sumido, en que vacío más hondo me ha sumergido. “Ahora que no estoy contigo, no quiero verte triste. Deseo que cuando pienses en mi sonrías, pues así sabré que mi recuerdo te hace feliz. Quiero que recuerdes los buenos momentos que compartimos, nuestras muestras de cariño, nuestros juegos…y si alguna vez te defraudé, o me porté mal, perdóname”. Lo he leído por ahí pero he llegado a pensar que lo escribió para mí. Defraudar dice, pobre, si únicamente yo soy quien ha de pedirle perdón. Qué ironías tiene el destino.


Diecisiete años de su vida nos regaló, todos los que tenía. Cinco locos bajitos interrumpieron sus descansos con sus juegos y algarabías. Unos tirándole de la cola y otros disfrazándola de cualquier cosa menos de perro. Conmigo subió a la montaña y bebió de las mismas fuentes, podía más su sentido de la amistad que el terror de subirse a la moto. Viajó a no sé cuántos lugares en el asiento trasero y desde su atalaya nocturna con un ojo dormía y con el otro hacía de vigía, ningún ruido ni ninguna rama revoltosa eran ajenas a su fino olfato y oído. Amaba las tardes de fuego en el hogar. Se ha ido de este valle sin conocer la insolencia ni la fiereza, ni tampoco la vanidad, tan propias del hombre, tan solo con sus virtudes y ella sin saberlo. No lejos de casa, en una extensa y verde llanura que también era su casa, se dibuja una pequeña colina desde la que se otea el horizonte de cielo azul, en donde a la sombra de unos viejos almendros descansa para siempre, y mucho me temo que desde su nueva atalaya siga vigilando nuestros pasos que era su manera de ser feliz. No entristezcas Milú, si lloro es solo por tu ausencia.