Se
produjo la muerte de un conocido, le apreciaba. La muerte, ni que sea esperada
o temida, siempre nos coge con el paso cambiado, el efecto sorpresa nos
conmueve. Y los sentimientos, como los pétalos, se abren de tal manera que
entonces, y solo entonces, descubrimos que sentíamos por el finado algo más que
una simple amistad. En ocasiones incluso ensalzamos aquellas virtudes que jamás
tuvimos la honradez de reconocerle. Por no mencionar las críticas subidas de
tono con las que denostábamos su trabajo o sus dotes.
En
este caso no ha sido así, Rogelio fue un marinero de aguas precipitadas,
embarcó con diecisiete años en un barco bacaladero y ya no abandonó el mar
hasta el día de su jubilación, hace apenas unos cuatro años. Con singladuras de
diez meses la vida de Rogelio transcurrió entre
Terranova y Groenlandia, y sus últimos abordajes fueron en el Mar de
Barents, al norte de Laponia y al sur del Polo Norte. Era un hombre parco en palabras, ceñudo,
huraño y adusto. Libraba dos meses al año quemando sus cartuchos en el bar de
la cofradía de pescadores. Sobre los cuarenta años un accidente le mermó en
parte las facultades de su brazo izquierdo. El capitán no permitió su
evacuación a ningún puerto noruego y fue atendido en la enfermería del buque.
El maldito arpón destripó su antebrazo. Tenía sentido del humor e incluso hacía
reír a sus contertulianos. A la pregunta de si tenía una novia en cada puerto,
siempre respondía airado que él no tenía novias, tenía esposas en todos los
puertos de Escandinavia que le trataban como a un marido de verdad, decía. No
hay más, se ha sentado a la mesa de Neptuno y le deseo una larga y cómoda
singladura en el fondo del océano en donde, a no tardar, tendrá una sirenita
esperándole en cada arrecife.
El
tiempo es implacable, cada día amanece según lo que le salga al tiempo de las
entre nubes. Después de un junio abrasador e inquietante, julio despereza con
altibajos impredecibles. Hay gente en la playa, me lo miro de lejos para no
quemarme, pero las calles aparecen con cierta tranquilidad, sobre todo para los
comercios. No así en la noche en que el bullicio se dispara y poder reservar
una mesa en un restaurante se convierte en una odisea. Seguimos con los
estereotipos de siempre, oigo una señora refunfuñar porque una tienda luce un letrero
con la palabra “souvenirs”, esa manía, dice, de rotular todo en catalán. Podría
ser la misma que el año pasado me indigestó el Martini por aquello de “pa”,
debiendo ser, según ella, “pan”, no lo entendía, a pesar de que el
establecimiento no tenía motos ni coches, ni mucho menos bragas y sostenes en
el escaparate. ¡Maldito catalán subversivo!
Veo
por televisión, con rubor, impotencia y asco, a una señora llorar
desconsoladamente porque han ”okupado” su casa y no solamente no puede entrar
en ella, sino que le han aconsejado que no aparezca por allí, que formule la
denuncia pero que no tome ninguna iniciativa que podría perjudicarla
gravemente. Les confieso que es algo que me aturde y saca de casillas, por no
decir que me encabrona muy seriamente. Para terminar de rizar el rizo, los
ocupantes, desde el balcón, se mofan de ella, la insultan y la conminan para
que se vaya a hacer puñetas. Creo que legalmente existen no sé qué vericuetos
legales que impiden el desalojo inmediato de las viviendas afectadas por esta
lacra que se cuenta por miles. Me gustará hablar con un juez, no con un abogado
o sabioncillo de turno, con un juez que me dedicara el tiempo necesario para
instruirme y hacerme entender que el principio de propiedad privada es
interpretativo, que pueda ser según como.
A ojos de un lego como un servidor, el asunto es sencillo, diáfano, neto,
indiscutible, injusto, lamentable, insultante; Yo vivo ahí, pago los impuestos,
tengo una escritura justificativa de la propiedad porque la ley me obliga a tenerla,
he pagado al notario sus honorarios y al registro también, y, me duele, pero
también he pagado la hipoteca. ¿Y no puedo entrar en mi casa?
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