Poco
a poco el verano va cediendo, no el climático, el verano de las ilusiones, los
chiringuitos, las tertulias de madrugada, los enamoramientos precoces o los
polvos improvisados que, haberlos, haylos.
Las olas seguirán batiendo la arena a bandazos de espuma blanca bajo la atenta
mirada de los pinos retorcidos. El chiringuito “Club Denver” abatirá sus paredes y volverá a sus orígenes “Bar Paco”, y los comercios desvalijados
por fin de temporada retomarán sus horarios más humanizados, más sostenibles se dice. Y aquella marquesina con su toldo raído que avisaba “The Last Fashion” recuperará su sempiterna
identidad con el viejo neón de “Modas
Conchita”. Otros con menos suerte colgarán en la persiana el fatídico letrero
de “Cerrado por Vacaciones”, que ya
serán eternas y pasarán a engrosar el número de bajas por muerte súbita en la
calle mayor del pueblo. Pero no por todo ello el pueblo sucumbirá a la
tristeza, al vacío o la soledad. Ni mucho menos, al contrario, recuperará su
pulso natural; las cosedoras de redes volverán a sus espacios, las campanas de
la iglesia repicaran más nítidas y su cálida esperanza navegará mar adentro, la
flota pesquera añadirá racionalidad a sus capturas, los refuerzos policiales
regresarán a sus bases, y la gente mayor reconquistará aquellos bancos frente
al mar arrebatados por las hordas multicolor, al encuentro de un soplo de sol
acariciado por la tenue brisa, a evocar sus mil y una hazañas marítimas en un
endiablado mar tan solo visible en sus ojos, aquel mar que fue su despensa,
donde en el mar solo se pescaba. Almibarados
recuerdos contados por hombres con el rostro azotado por los caprichos de la
rosa de los vientos en su diario quehacer entre la popa y el castillo de proa.
Bocanadas de humanidad para endulzar las
penurias de antaño. No, los pueblos no se deprimen, antes al contrario, renacen
y se crecen en su aparente soledad, confraternizan, celebran, ayudan y enmarcan
sus gestas y sus pequeñas conquistas, fruto de titánicos y mudos esfuerzos en
los que la palabra solidaridad se desconoce, por el mero hecho de que en los
pueblos la vida no es otra cosa que solidaridad entre sus gentes.
Para
muchos, los pueblos solo son puntitos en un mapa, referencias de colores en un
itinerario, reseñas de lugares o establecimientos de comida, crónicas, a veces,
de infortunios, accidentes o desgracias naturales. Es cierto que la vida en el
medio rural tiene sus inconvenientes, no se tienen a mano muchos servicios o
recursos que procura la ciudad, pero sus encantos y ventajas compensan con
creces aquellas carencias. Y su vertiente afectiva y humana es mucho más
entrañable que en la ciudad, a excepción de la época estival en la que muchos
se convierten en grandes torres de Babel, oráculos en donde prima la mezcla de
lenguas y la gestualidad como medio de comprensión. Por no mencionar aquellos
en que el glamur unido a la tórrida lujuria, convierten las sudorosas noches en
pedanías de Sodoma y Gomorra. Que no son un invento del profeta ni un pasaje de
las Sagradas Escrituras, tan solo son excesos de alcohol escenificados en la
arena, bajo el foco de una sonriente luna, en los restos de una barca
carcomida, en un oscuro portal, en el rompecabezas de un solitario aparcamiento
y puede que hasta confundidos entre los erectos cipreses tras la pequeña
iglesia pintada de blanco. Jocosamente les llaman polvos, como si la vida no fuera ya de por si un soberano polvo. El
sol enardece los cuerpos, la brisa nocturna suaviza la piel y la imaginación se
ocupa del resto.
No
soy crítico con las desmesuras de algunos, me limito a describir el que creo y
lo que veo. Puede que hasta con una recóndita añoranza, quien sabe. Ya conocen el
refrán “de aquellos polvos, esos lodos”. Pero en este caso les aseguro que no
veo lodos por ninguna parte, son otros tiempos. Todavía es prematuro, pero a no
tardar serán muchos los pueblos que ya colgaran el rótulo de “Cerrado por
normalidad” y hasta el año que viene.
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