Bien, parece que la fiesta toca a su fin, la
apoteosis de las sombrillas, los cuerpos embadurnados de filtros solares y
alcohol de colores, las gafas multi fashion, el paseo de media tarde, los
mojitos al calor de dos pechos intrigantes bajo una mirada lasciva. La fiesta veraniega toca a su fin
para la mayoría, para la mayoría de todos aquellos que pueden permitirse empuñar
una maleta y dar rienda suelta a las ilusiones acumuladas durante once meses.
Punto y aparte de una fiesta mayor sin gigantes ni cabezudos, nostalgias nocturnas
de unas manos entrelazadas al calor de un ron caliente y la tristeza de un
marinero añorado. De las palmeras de colores escalando al cielo y descubriendo
con su pestañeo imprudente los furtivos devaneos de dos cuerpos ardientes al
pairo de unas rocas y un lecho de arena ¡Fue un mal momento, no volverá a
ocurrir! La carne es débil y la razón, a
veces, generosa y condescendiente. Me dijo un buen amigo que el verano propicia
las infidelidades, pero era tanto el rumor de las olas que fingí no oírle, el
mar embestía codicioso y dominante y yo no percibía quebrantamientos de afectos
ni juramentos, tan solo atisbaba a ver el mar.
Mal año, fatal verano para gran parte del
territorio, la gente busca sol y la cegadora luz que les permita descubrir
horizontes nuevos, paisajes con los que no contaba, conversaciones al arrullo
de momentos irrepetibles, acariciados por la húmeda y sazonada brisa de la
noche. Las lluvias han frecuentado de tal manera que los bosques y prados del
Pirineo parecen instalados en el excelso verdor de la primavera, y la vegetación,
pletórica y exuberante, invade vertientes y bancales que el hombre todavía no
ha calcinado. Los veraneantes han visto decepcionadas sus aspiraciones de unos
pocos días, chantajeadas por la lluvia y el viento y la gente de la montaña ha
renunciado a las largas travesías por caminos y senderos temerosos del
cambiante cielo. Y los comerciantes han escrito demasiadas veces en el asiento
del día la palabra lluvia, la esperanza de cuadrar las cuentas del año en tan
corto espacio de tiempo se ha ido al garete. Las calles mojadas y los cajones resecos.
La larga hilera de enormes cipreses que
circundan la casa, de buena mañana, comienzan a ceder en su rigidez e
inmovilismo y agitan lentamente sus afiladas copas, creo que se trata de una
señal, un aviso. Me recuerdan que mis días aquí se están consumiendo, apenas
diez días malcontados. Como siempre, como cada año. Nunca digo adiós ni hasta
la próxima. Saben que volveré por el mismo camino que me trajo aquí como
siempre, como cada año. Oigo las embestidas del mar sobre la arena, el reloj de
las horas espumosas. Mañana, o quizá pasado, me acercaré a charlar con las
olas, pero no se lo diré a nadie, como siempre, como cada año. Me dijo alguien
que escribe, y escribe bien, que todos aquellos que volcamos nuestras vidas en
un puñado de folios, tarde o temprano terminamos hablando con el mar. Yo le di
la razón con un largo silencio porque hace ya muchos años que me siento en la
mesa del castillo de proa y bajo la luz tremola de un viejo candil debatimos el
mar y yo, la oscura profundidad de lo desconocido contra la desnudez de las
palabras. No alcanzo a entender muchas de las cosas que me dice, pero le
escucho embobado..
Pero no me duele la partida, amo al mar pero
soy ardilla de bosque, cruce de caminos, resina de pino. Me instalaré como
siempre, como cada año, en mi atalaya de secano para comprobar que todo sigue
igual, que el bosque permanece a mi lado, que las largas hileras de verdes
viñas claman ya por ser encerradas en hogar de cristal, los almendros
suplicando que alivien el peso de sus ramas. Y el padre olivo, centenario y
retorcido por las inclemencias, ejerciendo de Lampedusa para que todos los cambios que se avecinan no
modifiquen el estado actual. Como siempre, como cada año.
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