divendres, 16 de febrer del 2018

CANCIÓN TRISTE DE PEPE STREET

Si hay una película en donde uno se descojona de risa, se comprime la caja torácica de espasmos irrefrenables, esta es La Gran Bouffe. Escatológica donde las haya hasta niveles insospechados. Cuatro amigos unidos por el hedonismo y el tedio más absoluto se reúnen en una mansión con la idea de suicidarse comiendo sin parar. Mastroianni, Tognazzi, Piccoli y Noiret, ponen los rostros a esta hilarante historia. El reventón de la cloaca y el consiguiente baño de mierda pura, las prostitutas huyendo al ver la sucesión de escatológicos acontecimientos, la bañera llena de excrementos, la muerte súbita de Piccoli, materialmente reventando tras una interminable traca de ventosidades, etc. El sexo más obsceno y delirante se mezcla con cerdos, quesos, caviar o jamón. Angustiosos vómitos al pairo de montañas de comida por devorar. Una de las muchas escenas para revolverse en la butaca es cuando Tognazzi, moribundo encima la mesa de la abarrotada cocina, y conectado a un gran embudo, le van remetiendo, como a las ocas, la comida empujada por un gran mortero. El primer plano se va moviendo para detenerse en los amigos que le jalean para seguir tragando, al mismo tiempo que lo masturban. El cenit de la muerte, el placer, la lujuria, la gastronomía más ulcerante, y la muy seria comicidad llevadas a extremos estratosféricos. Con toda esta síntesis puede parecer algo abominable para quien no haya visto la cinta, pero no es así. Tuvo un estreno muy discutido por la crítica, pero sin ninguna duda ha quedado como una película de culto para todos los cinéfilos del mundo. Más allá de la metáfora, los cuatro actores se llaman por su propio nombre de pila, el suyo, hay una base anecdótica, que contarían Berlanga y Azcona, amigos de los protagonistas, que las juergas gastronómico-sexuales que se corrían las estrellas del cine hispano-franco-italianas, como Paco Rabal y Fernando Rey, eran más que habituales.


Cambiando el registro, no les voy a hablar de cine, pero me propongo contarles otra historia, real como la vida misma. Eso sí, mucho más humorística y escatológica. Se inicia con estas sesudas y ministeriales palabras “En relación con la revalorización de las pensiones del sistema de la Seguridad Social para el año 2018, me complace informarle de que, conforme al ordenamiento jurídico vigente, procede un incremento de su pensión del 0’25%, con efectos de uno de enero.”

¡Virgen Santa! No puedo ni creérmelo, nada más y nada menos que 1’94 euros al mes. Palabras de regocijo de Pepe Street, buen amigo y persona comedida. Ha llegado el momento de los viajes, de las compras superfluas, de hacer lo que no pude en mi vida laboral, dice Pepe. Un café al mes, medio periódico de un domingo, una propina al camarero, 50 gramos de chuches para el nieto, un pétalo de un ramo de rosas, una postal de navidad, información detallada de un crucero por el Mediterráneo, en fin, el cielo abierto. Podré hacer una cosa de estas opciones, no todas, una.

No me dirán que no es gracioso, que no te secciona la yugular de tanta risa. ¿Acaso no es mucho más cómico que morirse reventado de ventosidades? ¿O es que sentirse humillado hasta las mismísimas burbujas de la médula, no es como para morirse de risa lastimera? ¿Es cierto que vivimos en el envidiado Occidente, somos parte de las grandes y prestigiadas democracias? Creo firmemente que sí, que sí que esto es un coñazo. Cuantísimas personas anhelarían morirse comiendo, pero ni eso pueden. Ni tampoco de risa, demasiada tristeza.


Mi amigo era un forofo de la serie Canción triste de Hill Street, crónica de la vida cotidiana de una comisaría neoyorquina, de sus relaciones y de su cara más humana. El sargento Esterhans terminaba su reunión matinal con un: Tengan cuidado ahí fuera. Por fin Pepe ha entendido el sentido de la frase. Y desde entonces creo que está riendo sin parar y sin consuelo.