dijous, 25 d’agost del 2016

LA MEMORIA JUEGA AL ESCONDITE

Mi infancia transcurrió como la de cualquier niño de mi edad, tiempos de color sepia, difíciles para todos, inmersos en una economía de subsistencia y alejados de la convulsa Europa. Rasgos y circunstancias que, lógicamente,  en aquel momento no podía percibir ni valorar. Mis únicas preocupaciones consistían en desvivirme por las hazañas del Barça, acudir al quiosco en busca del Capitán Trueno, sentía cosquilleos por Sigrid,  y practicar deporte. Pero lo que se dice feliz, feliz, y lo era mucho, era durante el período estival. Con carácter de tradición inmutable nos trasladábamos a un pueblo de interior mi madre y mis hermanos. Todavía no se había inventado el “Rodriguez”, pero mi padre ejercía de Rodriguez durante los largos tres meses que nos aparcábamos en aquel mundo rural tan alejado de la “fabril y alocada Barcelona”.

No recuerdo con exactitud hasta cuando duró aquella excedencia trimensual, creo que hasta los doce o trece años que es cuando la cabeza ya aglutina una buena dosis de pajaritos. Pronto lideré un puñado de colegas, asombrados por mis “maneras” de ciudad. El caso es que yo no era consciente de que mis inagotables impulsos y la proposición  de aventuras eran cumplidos con prontitud y gran eficacia por aquel grupito de mocosos. No sé si puede guardar alguna relación con que ahora, familiarmente, alguno me llame “mandón”. La memoria juega al escondite conmigo, las imágenes de aquella etapa son ya tan borrosas que hay que extraerlas encomendándote a santa Rita.



Los niños se sienten seducidos por todas aquellas sandeces que puedan llegar a considerarse como un secreto. El secretismo engrandece a sus poseedores y los hace sentir “mayores”. En una era muy cercana al pueblo descubrimos un enorme arbusto adosado a la pared de un bancal que en verano se llenaba de unas bolitas rojas. En su tupido interior la erosión había originado una cavidad que inmediatamente quedó confiscada como centro de reunión y depósito de objetos de valor. Era nuestro secreto. Al poco tiempo ya contenía una colección de pedruscos de toda índole, preferentemente los que a la luz del sol brillan con nitidez y los que de noche se iluminan, casi todos procedentes del lecho del río. Orfebrería etrusca. Nuestro secreto cobraba volumen y actividad, casi a diario se celebraba reunión. Sí que tengo bien presente el día en que estando de reunión en la cueva, se presentó el dueño de la era con una vara de dos metros amenazando nuestra integridad física, corrimos despavoridos y dejamos de frecuentar el sitio durante algún tiempo.
Cuando en la segunda quincena de julio las ranas ya cantan sus desdichas con una cantimplora en la cintura, el grupito se desplazaba al encuentro de albercas y pozas para combatir los extremos rigores del termómetro. Las albercas eran de color verdoso y con los fondos abarrotados de vegetación y largas cañas como periscopios. Las pozas, en medio del curso de un río sin agua, despedían efluvios fétidos debido a su estancamiento. Mis jóvenes colegas saltaban y se zambullían en aquellas aguas calientes con las que así y todo combatían al ardoroso enemigo. Yo no me bañé jamás, en mi mente solo aparecían escurridizas culebras, largos gusanos y algún que otro pájaro muerto.

Hay cientos de historias por contar de aquellos infantiles años, dicen que si llevas tu infancia contigo, nunca envejeces. Quizá es por esa razón que me veo envejecer. La memoria se va divorciando de mí, poco a poco. Pero no me quejo, Agatha Christie dijo que una de las cosas más afortunadas que te pueden suceder en la vida es tener una infancia feliz, y yo la tuve, lejos de mi casa y una vez al año, una vez que duraba tres meses. Quizá por aquello de que la vejez es la segunda infancia. Cuando empezamos a preocuparnos por nuestro futuro es el día que dejamos atrás nuestra infancia, y yo en eso fui muy precoz.


No sé todavía porque les cuento estas reliquias de la memoria, quizá pueda ser porque hoy, tras diez horas de angustia, he recibido un mensaje de mis jóvenes nietos “Abuelo, ya estamos en el aeropuerto de Nueva York”. Pero me inclino más por el hecho de recordar  que hace ya veinte años me fui a vivir a aquel pueblo de interior donde transcurrieron mis prematuras e  infantiles andanzas. Y soy feliz.