Mi
infancia transcurrió como la de cualquier niño de mi edad, tiempos de color
sepia, difíciles para todos, inmersos en una economía de subsistencia y alejados
de la convulsa Europa. Rasgos y circunstancias que, lógicamente, en aquel momento no podía percibir ni valorar.
Mis únicas preocupaciones consistían en desvivirme por las hazañas del Barça,
acudir al quiosco en busca del Capitán Trueno, sentía cosquilleos por
Sigrid, y practicar deporte. Pero lo que
se dice feliz, feliz, y lo era mucho, era durante el período estival. Con
carácter de tradición inmutable nos trasladábamos a un pueblo de interior mi
madre y mis hermanos. Todavía no se había inventado el “Rodriguez”, pero mi
padre ejercía de Rodriguez durante los largos tres meses que nos aparcábamos en
aquel mundo rural tan alejado de la “fabril
y alocada Barcelona”.
No
recuerdo con exactitud hasta cuando duró aquella excedencia trimensual, creo
que hasta los doce o trece años que es cuando la cabeza ya aglutina una buena
dosis de pajaritos. Pronto lideré un puñado de colegas, asombrados por mis “maneras” de ciudad. El caso es que yo no
era consciente de que mis inagotables impulsos y la proposición de aventuras eran cumplidos con prontitud y
gran eficacia por aquel grupito de mocosos. No sé si puede guardar alguna
relación con que ahora, familiarmente, alguno me llame “mandón”. La memoria
juega al escondite conmigo, las imágenes de aquella etapa son ya tan borrosas
que hay que extraerlas encomendándote a santa Rita.
Los
niños se sienten seducidos por todas aquellas sandeces que puedan llegar a
considerarse como un secreto. El secretismo engrandece a sus poseedores y los
hace sentir “mayores”. En una era muy cercana al pueblo descubrimos un enorme
arbusto adosado a la pared de un bancal que en verano se llenaba de unas
bolitas rojas. En su tupido interior la erosión había originado una cavidad que
inmediatamente quedó confiscada como centro de reunión y depósito de objetos de
valor. Era nuestro secreto. Al poco tiempo ya contenía una colección de
pedruscos de toda índole, preferentemente los que a la luz del sol brillan con
nitidez y los que de noche se iluminan, casi todos procedentes del lecho del
río. Orfebrería etrusca. Nuestro secreto cobraba volumen y actividad, casi a
diario se celebraba reunión. Sí que tengo bien presente el día en que estando
de reunión en la cueva, se presentó el dueño de la era con una vara de dos
metros amenazando nuestra integridad física, corrimos despavoridos y dejamos de
frecuentar el sitio durante algún tiempo.
Cuando
en la segunda quincena de julio las ranas ya cantan sus desdichas con una
cantimplora en la cintura, el grupito se desplazaba al encuentro de albercas y
pozas para combatir los extremos rigores del termómetro. Las albercas eran de
color verdoso y con los fondos abarrotados de vegetación y largas cañas como
periscopios. Las pozas, en medio del curso de un río sin agua, despedían
efluvios fétidos debido a su estancamiento. Mis jóvenes colegas saltaban y se
zambullían en aquellas aguas calientes con las que así y todo combatían al
ardoroso enemigo. Yo no me bañé jamás, en mi mente solo aparecían escurridizas
culebras, largos gusanos y algún que otro pájaro muerto.
Hay
cientos de historias por contar de aquellos infantiles años, dicen que si
llevas tu infancia contigo, nunca envejeces. Quizá es por esa razón que me veo
envejecer. La memoria se va divorciando de mí, poco a poco. Pero no me quejo,
Agatha Christie dijo que una de las cosas más afortunadas que te pueden suceder
en la vida es tener una infancia feliz, y yo la tuve, lejos de mi casa y una
vez al año, una vez que duraba tres meses. Quizá por aquello de que la vejez es
la segunda infancia. Cuando empezamos a preocuparnos por nuestro futuro es el
día que dejamos atrás nuestra infancia, y yo en eso fui muy precoz.
No
sé todavía porque les cuento estas reliquias de la memoria, quizá pueda ser
porque hoy, tras diez horas de angustia, he recibido un mensaje de mis jóvenes
nietos “Abuelo, ya estamos en el
aeropuerto de Nueva York”. Pero me inclino más por el hecho de
recordar que hace ya veinte años me fui
a vivir a aquel pueblo de interior donde transcurrieron mis prematuras e infantiles andanzas. Y soy feliz.
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