Esta semana ha venido mi nieto mayor a compartir
unos días con nosotros. Sus frescos e inocentes doce años se ajustan a un
perfil envidiable: guapetón, buen estudiante, prudente, mesurado en sus
impulsos, deportista impertérrito y multidisciplinar y auto declarado hijo
adoptivo del Barça. Los cinco, porque
tengo cinco nietos, lo mismo en temporada escolar como vacacional, están
sujetos a un abanico disciplinar que poco tiempo les queda libre. De ahí que
agradezca que haya hecho un hueco para estar junto a sus antecesores.
Compartimos paseos en bicicleta, desayuno frente al mar y mesa a las horas de
la manducatoria, única asignatura en la que apenas alcanza un modesto aprobado,
manifiestamente mejorable.
Hoy al concluir el paseo matinal se me ha
ocurrido una idea genial, le he dicho a mi mujer que de la comida me ocuparía
yo. Con la presencia de un invitado de lujo era preceptivo lucirse. La experta
y titular es ella, pero me he librado de la verdura y el pescado. Solo me ha
condicionado a que le cocinara un lenguado con verduritas. Sin problemas, he
desenfundado mi mega plancha, fileteado calabacín, berenjena, cebolla y lo he
asado al dente. Se lo he presentado en un plato grande, unas rodajas de limón y
un ramito de espárragos verdes. Genial. Ahora viene lo bueno: dos platos con
dos huevos fritos como dos soles, un lecho de patatas a lo pobre, unas lonchas
de jabuguito, cuatro pequeñas tiras de chorizo gallego y todo ello salpicado
con ramitas de cebollino mini troceadas. Un éxito, genial. Mientras me reñía
por hacerle este plato al niño, preparaba un postre de tiramisú por aquello del
reciente recuerdo de La Toscana. La cuestión es que mi nieto se ha comido el
plato antes que yo, genial.
Jueves, sección quesos de un supermercado.
Después de surtirme de los quesos habituales busco alguna especialidad con la
que sorprender la mesa. Una mujer a mi lado con buena presencia y vestida con
gusto, se apodera con una mano de dos cuñas de Gouda y con exquisita destreza introduce una en el bolsillo del
pantalón y la otra en el carro. Al apercibirse de mi casual intromisión, se me
acerca al oído…no diga nada, por favor.
Uno, que es de sangre caliente, pero siempre comprensivo hacia el género
femenino, he dudado un instante y con una mueca de resignación le he dado la
espalda. No estoy satisfecho de mi decisión, pero qué otra cosa podía hacer. He
cogido un Gouda para los postres. Es
un día espléndido, luce el sol sin
abrasar y el aire es fresquito. Hay poca gente en la terraza y sigo siendo una
de las pocas excepciones que todavía lleva pegado un cigarrillo en los labios.
El camarero me sugiere lo de siempre; un café muy corto y un agua tónica. Me
disgusta contradecir su buena disposición pero me apetece un Macallan con
hielo. Ya no bebo las barricas que me bebí antaño, eso sí, cuando me apetece un
whisky ¡zaska! Me lo zampo.
Si por mí fuera marcharía unos días a
cualquier enclave del Pirineo, toda la vida veraneando en la playa cuando yo
soy espiga de secano. Pero me dicen que ya tienen suficiente campo durante el
año, y yo tan a gustito entre mis montañas. En verano no viajamos nunca, demasiadas
multitudes y calor. Para ver mundo, primavera y otoño. Tan solo una corta
escapadita de cinco días a Port-Bou y tengo entendido que este año ni esto. De
los últimos doce meses recuerdo con cierta morriña Viena y Praga, pero la
escapada de diez días a principios de junio pasado a La Toscana me ha dejado
algo turbado y melancólico, es excepcional. Mi idolatrado Puccini era toscano y
tuve el inmenso placer de visitar su casa-museo. Voy a ponerme Manon Lescaut, un verdadero orgasmo para
los sentidos.
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