divendres, 20 de juliol del 2018

UNA DE PESO Y OTRA DE MARISCO



Uno que ya, modestia aparte, tiene las posaderas refritas y certificadas en lo referente a restaurantes y abrevaderos de todo pelaje, se cree en el legítimo derecho de opinar ciertas obviedades. Excepciones pocas y punteras, las hay  –siempre muy caras- el resto, creo yo, no están a la altura de las circunstancias en lo que a costa o litoral se refiere.  Sin generalizar pero hincando el diente, nunca mejor dicho. Precisamente es ahora cuando disponemos de más tiempo para gozar en rascarnos el ombligo o disfrutar de los placeres del buen comer y beber y, porque no, del querer. Tiene razón Marc Álvaro cuando dice que se fomenta el establecimiento del “entra y no vuelvas nunca más”. No hay voluntad alguna para fidelizar, al contrario, casi todos somos tratados de guiris ocasionales. De forasteros incautos seducidos por unas llamativas pizarras o simplemente agarrados por el brazo y embadurnados por bonitas palabras de charlatán de feria. El espectáculo puede llegar a ser decepcionante y preocupante. ¿A qué se debe que paguemos sin rechistar comidas que no responden a unos mínimos de calidad? ¿Por qué aceptamos precios que están hinchados de aire viciado, precios de dos meses para cubrir la precariedad de los otros diez? Mantelerías impresentables o sencillamente rotas, personal rotundamente descalificado, vinos de “la casa” a 14 euros la botella, aceites refritos que convierten las cenas de pescado en auténticas “fritangas”. El café invita la casa –por dios-, si a cuarenta o cincuenta euros por barba nos hemos pagado el café, copa y puro. Se persigue la cantidad, la masa, a tantos platos por hora. ¡Disculpe! ¿Y la calidad? Es que desde esta terraza el cliente divisa todo el puerto y el glamur de ver riadas de gente arriba y abajo helado en mano y sacudiéndose los ardores con resignadas sonrisas y más helados. En la mayoría de casos no veo justificada la cuenta, ni mucho menos. Comenta Álvaro que hoy todo es una experiencia, puede que así sea, en boca de los sabios gastrónomos, pero el asunto radica en que si se trata de una experiencia nefasta o incluso tirana, ¿vale la pena experimentarla?


El mismísimo The New York Times se hace eco del escándalo de los submarinos españoles. La historia comienza en 2004 con la aprobación del presupuesto para la construcción de cuatro submarinos –no sé para qué- por un importe de 2132 millones de euros –no sé para qué- y que tras catorce años de proyecto se ha visto prácticamente duplicado alcanzando los 3907 millones. Ahora la Armada Española –no sé para qué- espera de la flamante ministra que apruebe la financiación para que su construcción no se paralice y el primer submarino pueda sumergirse en el año 2031 –no sé para qué-.

Pero, pero resulta que los señores arquitectos navales, ingenieros navales o quien sea, no se apercibieron de que estos monstruos bélicos de hierro –no sé para qué- tenían un exceso de peso en su diseño de 120 toneladas, que en mi pueblo son 120.000 kgs. Razón por la que dedujeron que estos artefactos se sumergirían en las frías aguas del Atlántico, por poner algo de agua, pero a la hora de emerger, de subir a flote, no subiría ni por arte de magia. No flotaban. No problem dijo alguien, se le añaden diez metros más de eslora –largo- y problema subsanado, peso repartido. Coño, ¡albricias! haberlo dicho antes, Martínez. Ya está señor, flotan y asustan al enemigo. ¡Ostia! Pero si ahora no caben en el puerto –no sé para qué- Y otra vez, No problem, se alarga el puerto.

En resumen, 3907 millones, más el huevo de alargarlos, más asesoramiento americano, no, así no, 14 millones, más 16 millones para dragar el puerto, más 86 millones para arreglar las carracas anteriores y puedan combatir. Adivina adivinanza, a qué no saben quién va a pagar la factura.

Vamos a ver abuelo, ¿de qué montante estamos hablando? Me diga? Qué cuánto costará la inmersión, coño! Ah, pos haber gritao más. Pos ahora de pensión me dan 500 euretes, pero man dicho que me suben un euro más. ¡Jo!