Uno que ya, modestia aparte, tiene las
posaderas refritas y certificadas en lo referente a restaurantes y abrevaderos
de todo pelaje, se cree en el legítimo derecho de opinar ciertas obviedades. Excepciones
pocas y punteras, las hay –siempre muy
caras- el resto, creo yo, no están a la altura de las circunstancias en lo que
a costa o litoral se refiere. Sin
generalizar pero hincando el diente, nunca mejor dicho. Precisamente es ahora
cuando disponemos de más tiempo para gozar en rascarnos el ombligo o disfrutar
de los placeres del buen comer y beber y, porque no, del querer. Tiene razón
Marc Álvaro cuando dice que se fomenta el establecimiento del “entra y no
vuelvas nunca más”. No hay voluntad alguna para fidelizar, al contrario, casi
todos somos tratados de guiris ocasionales. De forasteros incautos seducidos
por unas llamativas pizarras o simplemente agarrados por el brazo y
embadurnados por bonitas palabras de charlatán de feria. El espectáculo puede
llegar a ser decepcionante y preocupante. ¿A qué se debe que paguemos sin
rechistar comidas que no responden a unos mínimos de calidad? ¿Por qué
aceptamos precios que están hinchados de aire viciado, precios de dos meses
para cubrir la precariedad de los otros diez? Mantelerías impresentables o
sencillamente rotas, personal rotundamente descalificado, vinos de “la casa” a
14 euros la botella, aceites refritos que convierten las cenas de pescado en
auténticas “fritangas”. El café invita la casa –por dios-, si a cuarenta o
cincuenta euros por barba nos hemos pagado el café, copa y puro. Se persigue la
cantidad, la masa, a tantos platos por hora. ¡Disculpe! ¿Y la calidad? Es que
desde esta terraza el cliente divisa todo el puerto y el glamur de ver riadas
de gente arriba y abajo helado en mano y sacudiéndose los ardores con
resignadas sonrisas y más helados. En la mayoría de casos no veo justificada la
cuenta, ni mucho menos. Comenta Álvaro que hoy todo es una experiencia, puede
que así sea, en boca de los sabios gastrónomos, pero el asunto radica en que si
se trata de una experiencia nefasta o incluso tirana, ¿vale la pena
experimentarla?
El mismísimo The New York Times se hace eco
del escándalo de los submarinos españoles. La historia comienza en 2004 con la
aprobación del presupuesto para la construcción de cuatro submarinos –no sé
para qué- por un importe de 2132 millones de euros –no sé para qué- y que tras
catorce años de proyecto se ha visto prácticamente duplicado alcanzando los
3907 millones. Ahora la Armada Española –no sé para qué- espera de la flamante
ministra que apruebe la financiación para que su construcción no se paralice y
el primer submarino pueda sumergirse en el año 2031 –no sé para qué-.
Pero, pero resulta que los señores arquitectos
navales, ingenieros navales o quien sea, no se apercibieron de que estos
monstruos bélicos de hierro –no sé para qué- tenían un exceso de peso en su
diseño de 120 toneladas, que en mi pueblo son 120.000 kgs. Razón por la que
dedujeron que estos artefactos se sumergirían en las frías aguas del
Atlántico, por poner algo de agua, pero a la hora de emerger, de subir a flote,
no subiría ni por arte de magia. No flotaban. No problem dijo alguien, se le
añaden diez metros más de eslora –largo- y problema subsanado, peso repartido.
Coño, ¡albricias! haberlo dicho antes, Martínez. Ya está señor, flotan y
asustan al enemigo. ¡Ostia! Pero si ahora no caben en el puerto –no sé para
qué- Y otra vez, No problem, se alarga el puerto.
En resumen, 3907 millones, más el huevo de
alargarlos, más asesoramiento americano, no, así no, 14 millones, más 16
millones para dragar el puerto, más 86 millones para arreglar las carracas
anteriores y puedan combatir. Adivina adivinanza, a qué no saben quién va a
pagar la factura.
Vamos a ver abuelo, ¿de qué montante
estamos hablando? Me diga? Qué cuánto costará la inmersión, coño! Ah, pos haber
gritao más. Pos ahora de pensión me dan 500 euretes, pero man dicho que me
suben un euro más. ¡Jo!
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