Mi
cartón de tabaco de esta semana viene ilustrado con un enorme ojo y su fondo
blanco. En letras blancas sobre fondo negro dice “Fumar aumenta el riesgo de
ceguera”, ay coño. Lo que no haré será dudar del pronóstico, ni mucho menos,
doctores tiene la iglesia. Existen diversos mensajes de este tipo que se van
sucediendo en el tiempo de forma correlativa. Cito como ejemplo el de un señor
tendido en la mesa de operaciones al que los cirujanos lo van convirtiendo en
menudillos. Por no hablar de un tío al que se le está cayendo la cara a trozos o
el alentador primer plano de una herida en el pescuezo de tres pares de huevos.
En fin, que uno escribe, o se inyecta un lingotazo, y encima de la mesa, aparte
del bolígrafo, el encendedor, una lupa, montones de papeles libres de
clasificar, el crucigrama y un fraile de alabastro en actitud meditativa,
aparece el dichoso paquete de tabaco con mensajes que inducen directamente al
suicidio planificado o asumir un machacón y persistente complejo de
culpabilidad. Amén de un acojonamiento sin parangón. Y no es que me regodee de
todas estas escabrosas y gravísimas consecuencias, de ninguna manera. Lo que sí
me pregunto regularmente es ¿por qué coño están a la venta?
La
droga y los estupefacientes prohibidos, hace ya muchas décadas que se han
cargado a centenares de miles de consumidores. A mi su sola mención me
aterroriza. Este sí que no se vende en estancos ni establecimientos de lencería
fina. Es que son los cárteles, dicen. ¡Pues ostia! Con los medios técnicos y
represivos que existen hoy día, con los que, sin tú darte cuenta, pueden no
solo saber qué llevas en los bolsillos sino corroborar que tus cataplines se
encuentran en orden de revista, ¿cómo es que no se cargan los cárteles, el palo
que lo aguanta y al hijo puta que lo cultiva y distribuye. ¿O es que acaso ya
no quedan 007, ni artículo 155 que los joda?
Tengo
una mano en período transitorio, supongo, hecha trizas. Si señor, tres dedos de
la diestra pulverizados, acompañado de un dolor insoportable y un temor
wagneriano a darme algún golpecito. Llevo ya una semana con este coñazo. Bien
es verdad que no he acudido todavía al galeno. Y aunque no tenga que elaborar
albóndigas, pongamos por caso, si que necesito asistencia para atar el lazo de
los zapatos, abrir una botella de vino o cortar el pan. Y no menciono el girar
el volante en una curva. ¡Ostia! Que sacudida. Bien, resumiendo, uno de mis
nietos es carne de cancha, deportista a ultranza, y como tal, dispone de
ungüentos, pomadas, cremas o elixires mágicos contra los golpes o la mala leche
de los contrincantes. He escogido un tubo de crema, a lo Colgate, y ya me he
aplicado algunos apósitos del milagroso invento, aunque sigo igual. El caso es
que me ha dado por leer las contraindicaciones y me he quedado de piedra. Visto
lo leído no sería extraño encontrarme mi pobre mano por algún rincón de casa.
Santo cielo, me puede pasar de todo, incluyendo el quedarme como un pajarito en
el asiento del avión en el momento del despegue, que ya de por si aquel trance
me produce ahogo, eso sí, conozco quien me aprieta en el cuello.
¿Y que
me dicen de empinar el codo hasta extremos en que el hígado se queda como una
momia? No es el titulo de una película. Que si el chupito, la copita de cava,
el carajillete, el cervezote, el lingotazo playero, la lluvia dorada de
morapio, el ron calentito a compartir con la Loli de turno, en fin, una
verdadera destilería de fiambres. Diariamente, en todo el mundo, hay más
cogorzas que poesías a las viñas. Es un verdadero escándalo lo que llega a
beber la humanidad en sus diferentes opciones. Lo mismo que los efectos: Hígado
a la menier, voladura de sesos, hígado al chicle, revoltillo de páncreas, soufflé
de hígado y, para los iniciados en el tema, mousse de cirrosis con frutas del
bosque.
Si es
que, como diría Luciano, del tercero segunda, ¡Cagondiós! Tonses pa que silven
los gobiennos.
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