Vuelve
S. Jordi, rosas y libros, y me ha
parecido apropiado reproducir parte de un artículo que escribí el verano de
2011. He querido releer las biografías de tres iconos de la dramaturgia
norteamericana que para mí son héroes de cabecera: Tenesse Williams, Scott Fitzgerald y Arthur Miller. Del primero al
último sólo los separan 19 años de diferencia (1.896-1.915). Comparten con
letras de oro su legado a la historia de la literatura y, de rebote, a
abrumadores éxitos made in Hollywood.
También les tocó vivir la Gran Guerra
y la penosa Gran Depresión.
Medio
alcoholizados, arruinados, enriquecidos y con tendencias depresivas, son
talentos de los que a menudo sólo conocemos la monumental obra literaria que
les ha convertido en faro de la dramaturgia americana. Tennesse Williams, el
autor de Un tranvía llamado deseo, La
gata sobre el tejado de zinc y La noche de la Iguana, era una mente siempre
torturada, en parte por su ambigüedad religiosa y por otra la homosexualidad
declarada, que le delata convirtiendo a la mujer en protagonista de sus dramas
que transpiran indefectiblemente sexo y violencia. En el fondo, todos ellos,
son personalidades muy complejas, complejidad que se transmite a sus personajes
de papel.
Arthur
Miller que, para no quedarse atrás, nos ha dejado La muerte de un viajante, Las brujas de Salem o Panorama desde el
puente, entre otros. Sufre el rigor de la Gran Depresión y su cómodo
estatus se ve hundido y lo hace mudarse desde unas excelentes vistas en Central Park hasta un modesto
apartamento en Brooklyn. Acusado de
veleidades comunistas es perseguido y acosado por la famosa caza de brujas del
Comité de Actividades Antiamericanas, siendo exonerado en 1958 por el Tribunal
de Apelaciones. En 1956 se casa con Marilyn
Monroe y la fiesta dura cuatro años y medio, en los que la rubia pendón se
las hace pasar canutas.
Las
dos últimas veces que estuve en la ciudad de las hamburguesas y los Hot dogs, he sentido la "necesidad"
de ir a pasear por Long Island. Los
años 20 Nueva York era el paradigma
de la opulencia y el crecimiento de Estados Unidos. Mientras la alta sociedad
gozaba de su propia "Belle epoque",
la mafia extendía sus tentáculos en una ciudad ávida de juerga. Las playas de
Long Island se convirtieron en lo más in
de la aristocracia y de los capos. En 1925 aparece en las librerías El Gran Gatsby. Por más paseos que di en
aquel escenario de grandes mansiones y enormes casas de madera pintada, no he
podido nunca ver a Robert Redford ni
Mia Farrow saltando empalizadas por
los verdes prados que rodean las largas playas. Pero si he sentido el aliento
con olor a tinta de Scott Fitzgerald tomando cuidadosas notas en una zona
rocosa del lugar, hoy medio decrépita. Llamado el redactor de una Generación
Perdida, dijo adiós muy pronto, a los 44 años.
Sin
duda El Gran Gatsby es la mejor novela de Fitzgerald, retrato de la América
posterior a la Gran Guerra, inmersa
en la Ley Seca y la mafia, con la proa señalando el gran crack del 29. El novelista,
de origen humilde, nace en Saint Paul, Minnesota,
en 1896, y como la gran mayoría de estos notables narradores sus libros hablan
de ficción mezclada con vivencias propias y del entorno en que se mueven. En
este caso la infidelidad a su esposa Zelda,
la obsesión por hacerse con la alta sociedad y las penurias económicas, son una
constante en su relato de la vida alocada de Nueva York. Jay Gatsby habla mucho
por boca de quien lo recrea con una máquina de escribir. Grandes fastos,
dinero, sexo y alcohol se dan la mano con verdaderos dramas donde la
homosexualidad, el desastre económico, la enfermedad, la infidelidad o la
esquizofrenia dan un tinte de realidad a sus ajetreadas vidas. A pesar de su
vocación como novelista, las novelas no le procuraron ingresos suficientes para
mantener el opulento tren de vida al que le inducía su propia esposa y tuvo que
escribir narraciones cortas para revistas publicitarias. Todo para hacerse
notar en las distinguidas borracheras de Long Island y sus aristócratas del
dólar.
"Lo peor es cuando has terminado
un capítulo y la máquina de escribir no aplaude" (Orson Welles).
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