divendres, 2 d’octubre del 2015

LA PÉRGOLA DEL RESTAURANTE

Nueve de la noche, cielo cubierto de espesas nubes que incrementan la precipitada oscuridad. Una terraza en la calle con el techo cerrado por grandes toldos negros y ocho o diez mesas dispuestas sin orden ni preferencias. Las camareras no cesan de cruzar la acera entre la pérgola y el restaurante. Escasos metros de recorrido pero constantes. Son chicas de rasgos asiáticos que trabajan con gran diligencia y pegadas a una sonrisa inamovible. Se cubren con un gorro de chef y visten camiseta y pantalón negro. Se encuentra en lo que llaman la parte alta de la ciudad, que algunos consideran sinónimo propio de gente bien estante o acomodada. No tengo apetito pero agradezco poder estirar las piernas e intentar olvidar la presión de los zapatos en unos pies más que comprimidos. Caen gotas, sin llegar a llover pero insistentes, algunos peatones pasan bajo un paraguas, pero la mayoría caminan despreocupados sin tan siquiera apretar el paso. Predomina la gente joven, muchas mujeres con atuendos informales pero sobrias, se podría de decir que incluso elegantes. La percha ayuda. Debe de ser un lugar conocido y concurrido porque algunos vienen directos y otros se paran al pasar. Vanos intentos, las mesas están todas ocupadas. La única mesa con un solo comensal es la mía. Simulo leer el periódico mientras apuro una helada copa de cerveza.

Nueve y treinta minutos. Una fuente encima de mi mesa alberga una gran flor de alargadas  hojas a base de jamón ibérico y graciosos pétalos de Camembert, Gouda, Brie y Cabrales. Una cestita de mimbre con triángulos de pan de semillas, la mitad untados con tomate. Nada mejor que una copa con recias lágrimas del Priorato para acompañar tan noble compañía. El huidizo apetito da señales de querer reincorporarse a la reunión. En la mesa más cercana hay dos jóvenes conversando mientras sostienen la carta sin apenas mirarla. Los dos lucen barba, el de frente la tiene más poblada y desordenada, su oponente la lleva muy cortita i perfilada por manos diestras. Fuma con el codo alzado y la mano colgando como un higo maduro. A mi me da que debe tener alguna que otra pérdida de aceite. Bajo dos globos de luz blancos comparten mesa dos señoras que ya dijeron adiós muy buenas a la juventud, pero mantienen ese porte audaz y malicioso que la experiencia dota. No alcanzo a ver que comen, pero la botella de vino, que ya es la segunda, emerge y desaparece con rauda habilidad. Fuman por los descosidos, enlazan un cigarrillo con otro, rubio extra largo y mini puritos holandeses, como yo. Por lo menos hace cinco años ya que dejé el tabaco rubio, fumo menos unidades diarias y no perjudica tanto, pero al final jode igual. No tengo remedio.

La evidencia dice que no soy un gran observador, pero si observador nato. Que nada tiene que ver con el  chafarderío, la intromisión o la impertinencia. Callo, veo, anoto y lo cuento. Fuerza mayor me tiene retenido en un centro hospitalario. Una vez pasada la congoja y los nervios presos en la incertidumbre, el tiempo se aletarga y las horas se preñan de minutos. Los días se prolongan y la paciencia se rinde ante la inactividad, el tedio y las subidas y bajadas en ascensor a la búsqueda de un cigarrillo amigo y consolador. Al mediodía he vuelto a la pérgola de cada día. Hoy compartía el espacio un miembro de Ciudadanos. No es momento para la política pero ahí estaba. He omitido su presencia para dedicar las miradas bajo los toldos negros a cualquier impulso humano, en donde radica la puñetera verdad de cualquier historia. Unas judías tiernas con almejas y un entrecot al punto han dado sentido al momento. Un blanco vilafranqués bien frío se ha impuesto a las veleidades del ambiente. Con el café abrigo la esperanza de no volver más por aquí ni, si puede ser, al edificio que corona la esquina.