dijous, 21 de maig del 2015

SOLSTICIO DE VERANO EN EL CAMPO.

El pueblo visto a distancia, en una noche de luna brumosa y amarillenta, se atisba como la garganta de un escenario recortada por los diversos perfiles de las casas. Sobresale el campanario como si a tientas se abriera paso entre las viejas casas ancladas como la roca en la tierra. Las chimeneas ya reposan, el frío ha marchado sin un adiós preciso, y también desapareció su ardiente aliento entre cenizo y color del melocotón verde. Es aquel hierático momento en que la oscuridad borra el paisaje y las últimas bombillas de la población salpican de luz trémula las calles desiertas. Las aristas del frío y los gritos del viento han desertado, quién sabe si escuchando nuestros anhelos. Se oye la diminuta quebradiza líquida de un arroyo cercano, donde un par o tres de ranas croan sus estúpidos y repetitivos canticos. Son unos bichos que siempre me han causado dentera; pequeños, viscosos y aburridos como una piedra. Ahora, eso sí, para asco, terror, desconfianza,  y manifiesta cobardía; las serpientes. No nos tragamos.

Queda un mes justo para que entre el solsticio de verano. Y eso es bueno para casi todo el mundo, sobre todo   para aquellas personas que vivan angustiadas, se sientan depresivas o sufren un dolor imaginado, pero que lo pasan muy mal. La primavera ya da un jovial respiro, cala hondo, pero parece que en verano, aparte de que todo bicho sobrevive, desenreda los oscuros pensamientos y da un empujoncito a los que se sienten más o menos depresivos. La naturaleza nos dota de todos los elementos necesarios para que podamos sentirnos retribuidos, empezando por el sol que  da lustre a nuestras traumatizadas carrocerías y cuida de que no nos extendamos demasiado a la hora de la siesta con su molesto bochorno. El bochorno que cuando se pega al mismo vientre de las nubes en un día pegajoso y soporífero,  hace descargar el feroz chubasco sobre el mar y la tierra con guarnición de rayos y truenos, que deja  los polvorientos caminos como verdaderas autovías del placer olfativo. Las cornisas de las casas gimotean con una sinfonía de gotas de colores que se empujan unas a otras para precipitarse al vacío. Y los charcos de calles y caminos se tiñen de un vaporoso y sulfuroso color estaño. Siempre pienso que cuando cesa el aguacero se disuelve un dulce murmullo y me siento vehemente ante la crudeza del ruido estrepitoso del hombre.

La aparición de la lluvia en el campo es un estallido similar al efecto que produce un trueno de aquellos que hacen temblar sillas y cristales. El líquido celestial invade llanuras, valles y montañas, iniciando un desfile de colores y olores que colapsan los sentidos. Como por arte de magia se dibujan traviesos y atrevidos arroyos que no se hacen esperar, los pámpanos gotean y las espigas apuntan al cielo. La cabecera del incipiente riachuelo bordea plantas, serpentea los sedientos surcos, sortea cepas y esquiva árboles. Pondrá la proa según la fuerza de las aguas y a lo largo de su camino, en uno u otro recodo, se irá hundiendo en la tierra hasta desaparecer y quedarse inmóvil, difuso,  y ya no se llamará río ni arroyo, ni tan sólo agua, ahora ya solo será un fugaz depósito de agua para alimentar la vegetación.


Anoche mientras miraba la geométrica silueta del pueblo a oscuras, bajo la luz de una luna brumosa y amarillenta, imaginaba a sus hombres y mujeres abstraídos en sus obligaciones de cada día. Algunos cenando y comentando los desasosiegos del día para salir  adelante, otros aburridos viendo y escuchando lo que ya han visto y escuchado todo el día en la caja tonta, e incluso unos cuantos bien encamados haciéndose promesas inciertas o reviviendo aquel sueño que un día tuvieron y tanto les entusiasmó, sabiendo que nunca se cumpliría pero que tanto se deleitan en recordarlo. No sé a ciencia cierta si el agua del cielo y el sol pueden curarlo todo, es posible que no, pero son tan gratificantes...