A la hora de valorar la bondad o el valor de artistas
o profesionales, casi siempre nos dejamos llevar por nuestros instintos de manera subjetiva:
simpatía, agrado, emociones o incluso apariencia física de quien estamos
valorando. Con lo cual estamos admitiendo que no actuamos con la necesaria
neutralidad, o lo que es lo mismo, somos totalmente parciales. Es condición
lógica e infalible de todo ser humano. Quién es el mejor? Pues sencillamente
aquel que goza de nuestro favor de manera personal e intransferible. Es común
la idea entre los entendidos que el mejor cantante lírico de la larga historia
de la ópera, el mejor tenor de todos los tiempos, ha sido Enrico Caruso. Yo
carezco de los conocimientos necesarios para poder pronunciarme en ese sentido
con más o menos fiabilidad. Pero si tengo muy claro quien es el personaje que
me ha obsequiado las mejores sensaciones, los
momentos más aterciopelados en el estrato musical: Luciano Pavarotti. La
música deriva del término griego “mousike” que hacía referencia a la educación
del espíritu, dicen que es el arte que consiste en dotar a los sonidos y los
silencios de una cierta organización. Definición muy aséptica para mi gusto,
son muchas las satisfacciones y emociones que me ha proporcionado, y
proporciona.
En mayo de 2005 me encontraba yo en Capri en mi
segunda visita a la isla encantada, la isla de los sueños. En el golfo de
Nápoles, apenas a media hora de vaporetto, se levanta la imponente roca
volcánica de Capri, bañada por el mar Tirreno y bendecida por la luz
mediterránea y en donde los rayos del sol penetran en las azuladas aguas
irisando las profundidades de aquel paraíso terrenal. No había multitudes pero
para la época del año las diminutas callejuelas estaban atestadas de turistas. Un
panfleto municipal informaba de la próxima visita a la isla del gran tenor de
Módena. La noticia corrió como la pólvora por la pequeña isla. Al dia siguiente
el diminuto puerto se hallaba atestado de gente ansiosa por ver al artista, que
apareció sobre el medio día a bordo de un pequeño yate, acompañado de algunos
amigos. Desembarcó con la dificultad propia de su gran envergadura. Siguiendo
con sus habituales maneras se cubría con sombrero de paja, pantalones blancos y
camisa y pañuelos al cuello en una sinfonía de colores. La visita tenía
carácter privado con el único objeto de descansar y pasar desapercibido,
objetivo fallido o, mejor dicho, pretensión imposible. Tras sortear la masa de
admiradores se acomodó en un taxi típico de Capri, con cuatro palos sujetando
un toldo. Desapareció entre gritos y muestras de cariño, a las que el maestro
siempre respondía afable y sonriente.
Nosotros nos hospedábamos en Anacapri, en la cima de
la isla. Era domingo y teníamos previsto regresar al día siguiente. En la plaza
del pueblo permanecíamos sentados en un bar al aire libre, rodeados de unas
vistas creadas a propósito del regocijo de los dioses. Desde Capri el mar deja
de serlo para convertirse en cielo. Hacíamos tiempo para coger el telesilla que
te transporta a las nubes de la isla. En un día claro distingues la
grandiosidad del golfo presidido por Nápoles y la costa Amalfitana con Sorrento
emitiendo destellos. De pronto, entre bromas, sonrisas y martinis, vimos
aparecer a Luciano acompañado por un reducido grupo de personas. Como activado
por un resorte me puse en pie mientras el grupo se acercaba, Pavarotti iba
delante con el paso cansino, al cruzar frente a nosotros debió de advertir mi
cara de imbécil babeante y se tocó el ala del sombrero con una sonrisa y un tímido
“Bongiorno”.
Nadie sabía que dos años y cuatro meses después,
todos los santuarios líricos del mundo entero estarían de luto y colgarían en
sus escenarios…”La commedia è finita”. Menos para mi.
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