Casi todos los vuelos low cost a Londres
suelen aterrizar en el aeropuerto de Gatwik. Se enlaza con el tren Gatwik
exprés y en cuestión de treinta o cuarenta minutos te deja en Estación Victoria,
centro de la macro urbe. Cuando el tren cruza los arrabales –más o menos por
Brixton- el paisaje es desolador, como en todas las ciudades; Grafitis,
suciedad, perros escarbando y diminutas huertas de siniestra estampa. El tren
cruza veloz, queda poco, pero ni así se puede evitar percatarse de la miseria
reinante. Porque además Londres no es una ciudad, es la ciudad por antonomasia.
En uno de esos hogares carcomidos por la
humedad y la niebla, Dorothy y Duncan, con sus dos hijos, malviven en un
entorno presuntamente apacible, pero hostil y conflictivo. Podría pasar por un
barrio de Belfast, en apariencia. Duncan trabaja en una fundición en el barrio
de Wimbledon, no lejos de la sede de los campeonatos de tenis. Es un hombre de
pocas luces, rutinario, cascarrabias y medio alcoholizado. Cuando no trabaja ni
duerme, vive en un roñoso pub ahogado entre pintas de cerveza y amigotes
desdentados, barbudos y pálidos, con la ingesta de cerveza como remedio a todas
sus inquietudes.
Dorothy es distinta, bebe de otras fuentes.
Avispada, ágil de reflejos, sucia, déspota y con criterios inamovibles.
Alimenta a sus hijos con las más sutiles porquerías, sin haber cocinado nunca.
Por las tardes se reúne con un grupito de convecinas, juegan al póker,
chismorrean y aderezan sus penas con ginebra barata del Imperio. Las mañanas
las emplea sacándose un sobresueldo con el que cubrir las carencias del sueldo
de Duncan. Ejerce de puta de cercanías, o sea, del barrio. Aunque es de admirar
que jamás ha aceptado el calificativo de mujerzuela. Se considera un ama de
casa que hace lo imposible en pro del bienestar de los suyos. Tanto es así que
su propio marido, en estado sobrio, reconoce en público que le gusta que le calienten
la cama. Unas trescientas libras a la semana no es cosa de broma. Se hace de
mucha ropa nueva y cara, aunque nunca llega a disimular su silueta de 92 kgs.
Hace años que en agosto se ponen hasta la nuca de sol, quince días de playa,
huevos fritos con bacón, patatas fritas y sangría a raudales. En Salou. Eso sí,
les das la vuelta y no les cae ni caspa. Brexit? No sé, no sé.
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