dissabte, 15 de setembre del 2018

MIRANDO ATRÁS.


Pues sí, hoy se cumplen dos meses y medio desde mi último artículo en estas páginas. El tiempo vuela y los acontecimientos se pisan unos a los otros. Llueve, los recuerdos se ciñen a los cristales mojados de las ventanas en forma de letras borrosas. Lo pasado, pasado está. Para qué verter más lágrimas? Nada cambiará, por mucho que duela. Sin embargo cuesta, cuesta la de Dios olvidar según qué. Cuesta tanto, que no se olvida jamás.

No tengo palabras para el verano transcurrido, son imágenes en proceso de maduración. He madrugado, y he subido a mi refugio dejándome hipnotizar por el nacimiento del sol, su asomo enrojecido en el horizonte enmudecía los pensamientos. Mi cuaderno de bitácora, desgastado y medio enmohecido, se deslizaba entre mis manos. Paris dice la primera página. Santo cielo, que mayor me siento, cuantos años han transcurrido. Es mi libro de viajes y también, creo, que es el libro de mi vida. Me decidí un poco tarde, aunque dicen que más vale tarde que nunca. Me conjuré a viajar siempre que se dieran las circunstancias para hacerlo.

En aquel ilusionado y adolescente viaje, Paris mostraba su imponente perfil y la grandeur propia de un país orgulloso. Quedé fascinado. Por unos días olvidé los tonos grises, el blanco y negro de la miseria unida a la necesidad de donde yo procedía. El aislamiento internacional de España nos tenía sumidos en la  ignorancia y el destierro, físico e intelectual. La cultura francesa ahogaba en mi mente las casposas festividades del Corpus Christi, la España cañí, los toros, el Nodo, las bofetadas en el colegio, las películas garbanceras o las palizas en las comisarías. Dice mi cuaderno que posteriormente he vuelto a Paris algunas veces.

Mi bautismo aéreo fue en un viaje a Bonn. Crucero por el Rin siguiendo la ruta de los castillos célebres. Stutgart, Frankfurt y Colonia. Lisboa, antigua y señorial, como la canción. Oporto, deslumbrante. España, de cabo a rabo, y de oreja a oreja. Sur de Francia, ruta de los Cátaros. Palma de Mallorca e Ibiza también figuran en el cuaderno. Florencia, Roma y el calor sofocante del  Vaticano. La Toscana se refleja en mi cuaderno en letras mayúsculas, un lugar para apagarse lentamente. Siena, San Gimignano, Parma, Pisa y Lucca, ciudad natal de mi Dios musical.


Venecia figura en la libreta con un sello confidencial, tengo vivido en la ciudad de los canales un sueño oxidado entre altos muros heridos por la humedad, la niebla y un magnífico trozo de juventud. ¡Dios! Como pasa el tiempo. Mi primer viaje a la ciudad de los rascacielos me descubrió un mundo que nada tenía que ver con el mundo conocido. La vanguardia de lo desconocido, lo máximo a lo que pueda aspirar el viajero ávido de conocer. Cruzar el Atlántico fue la verdadera prueba de fuego en el avión. Ni lo superé ni lo he superado todavía. Dentro de unas horas cogeré el avión y ya me siento intranquilo.
Ámsterdam me cogió por sorpresa, bella, suave, llana. Fantásticos paisajes salpicados de enormes molinos de viento. Rotterdam, nueva y majestuosa. Hitler la convirtió en papilla. Se reconstruyó, impacta su grandeza. Praga, un cuento de hadas, cultura a raudales. Viena, cultura, música y más hadas. Aquí he cerrado el libro, mi indispensable cuaderno de bitácora, sin haber llegado al final. Fiel testigo escrito de mis recuerdos y de una vida.

De lo más reciente todavía puedo rescatarlo de mi memoria, apenas los diez últimos meses. Londres, Londres no es una ciudad, es la ciudad. Descomunal conurbación urbana que precisa de años para medio conocerla. Realmente espectacular. En Berlín, febrero, nos pilló una ola de frío inhumana. Una semana pateando las huellas del holocausto bajo una temperatura de diez y doce grados bajo cero cada día. Para morirse, palabra. Menorca, junio, un paraíso. Cuarenta años  desde que la visité por primera vez. Buen lugar también para perderse para siempre en cualquier lugar de la isla. Posiblemente si han tenido la paciencia de llegar hasta aquí, yo estaré volando con destino a Paris. Hemos empezado con la ciudad luz y terminamos con ella. Ya no llueve, pero el cielo está condenadamente plomizo y amenazante.