Llueve, en buena hora. El agua es necesaria para hidratar
el planeta y nuestros enmohecidos huesos. De esas tardes en las que a uno le
entra esa extraña morriña, un poquito de recuerdos que ya no volverán y un
mucho de ansias de vivir, de conectar con la vida y desprenderse de la rutina.
Tarea nada fácil, somos animales de costumbres. Demasiados enredos para
sustraerse de la realidad, de lo cotidiano. Casi todo está patas arriba. Da
asco. Las lealtades y fidelidades brillan por su ausencia. Tiempos convulsos,
tiempos de mentiras e imposturas, de bajas pasiones.
Trece años escribiendo por los descosidos bajo el
paraguas del Tren de Llarg Recorregut. Me da la impresión de que esta “marca”
ha envejecido, como yo mismo. Qué rápido pasa el tiempo. Me aconsejaron en el
periódico que presentase tres opciones, tres cabeceras y, finalmente, acordamos
el Tren. Y ahí sigue dando guerra, cruzando estaciones, devorando kilómetros y
lugares. Países, gentes, costumbres, paisajes y desgracias también.
Me gusta contar historias, la gran mayoría vividas, las
otras pues colgando del trapecio de la inventiva, de la madre de todos los
recursos; la imaginación. Cuando la imaginación vuela, ya se sabe, un
revoltillo de piruetas en el aire, puertas que se abren y cierran, ilusiones
que penden de un hilo y pretendemos amarrarlas con otro hilo. Es divertido
abrir el cajón de las letras y seleccionarlas, escogerlas, reseguir su esbelto
perfil, y construir palabras, ordenarlas, combinarlas en un perseguido orden
hasta que den lugar a frases que suenen acordes y concisas. Como la cadencia de
una melodía edificada con saltitos por el teclado de un piano. Juntamos frases
para recogerlas en un párrafo. Ordenamos los párrafos y ya tenemos el texto.
¿Habremos acertado? ¿Se oirá una buena melodía? ¿Gustará? Nadie lo sabe en este
momento. Tan solo los lectores emitirán el veredicto inapelable; aprobado o
insuficiente, este y solo este será el verdadero valor del trabajo. Todo lo
demás no importa.
Esta ventanilla, del Tren, ya hace muchos años que se
abrió. De cuando en los trenes se podían bajar o subir. Hace ya tanto que hoy
las ventanillas de los trenes son herméticas, ya no se abren. La mía sí. A
bordo, respiro el acuciante aire cálido y bochornoso de las serpenteantes
llanuras y las afiladas e hirientes dentelladas del viento helado de las
montañas. Me llega el rugido de la vieja locomotora ululando entre
desfiladeros. Veloz, constante y con añeja sabiduría, engulle los desgastados
raíles que llegan hasta el infinito sin conocerse, dejando a su paso un rastro
descomunal y a la vez efímero de humo negro.
Persiste la lluvia, no da tregua. Ha cambiado el paisaje,
los verdes son más verdes y el campo se inocula de primavera. No tardará el sol
en apaciguar el termómetro para después enfilarse unos cuantos pisos más
arriba, en donde habita el sudor y la modorra. Cuando las amapolas unen sus
mejillas rojas y traviesas en medio del sembrado. Conozco partes en las que el
granizo ha pulverizado los cerezos, un grave error de la naturaleza. “Quiero hacer contigo lo que la primavera hace con los
cerezos”, Neruda y sus coloridos sueños.
Es tiempo de tren, de maravillas. He tomado
el camino de la derecha, las bifurcaciones son para tomar decisiones. El tren
se adentra en el bosque y nos enseña sus lágrimas de hierbabuena y tomillo. Los
aromas embriagan el espacio, pinos y robles compitiendo por mostrar su impoluta
grandeza y los incontables riachuelos transportando su mercancía ladera abajo.
Allí están los chopos, como lápices verdes y plateados, secos, recibiendo el
bendito líquido, jugueteando entre cañizares exhaustos. La soledad del bosque se
ha roto con la llegada de la primavera.
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