Don Amadeu.
Poco queda de aquellos dorados años de
Amadeu, el bisabuelo. El Noucentisme fue un movimiento cultural, artístico e
ideológico muy latente durante las tres primeras décadas del siglo XX en
Catalunya. Pese a ser distinto a los movimientos convulsivos de toda Europa que
cambiaron una vez más las fronteras de diferentes estados y con grandes avances
en el bienestar de sus moradores. En París triunfaba la llamada Belle Èpoque, una alegre muestra de
romanticismo, arte, pintura, literatura, libertinaje y erotismo a raudales. En
la conservadora y pujante Catalunya, pujante para unos cuantos, también cunde
el desmadre y el descontento del mundo obrero. Apenas unos años antes, 1893, un
anarquista lanza un recado en forma de bomba sobre la platea del Liceu. Veinte
muertos ocasionó. La burguesía, oligarquía reinante, acusó el suceso. Aquella noche
del atentado, salían por los pasillos, mirillas y ventanas del coliseo de La
Rambla, docenas de entretenidas, fulanas, queridas y aposentadas. Signo
inequívoco y casi formal de la gente de bien. Los antepalcos del teatro se
convirtieron en las suits del braguetazo. Nada mejor que un toma y daca oyendo
los estertores de Mimí o las veleidades de Violeta. Tener una querida prestigiaba al factótum y a
San Paganini.
A nada de todo ello fue ausente el regio
proceder del patricio Amadeu, bisabuelo de Feli. Caballero condecorado por la
realeza española, presidente de la comunidad nacional de empresas navieras, presidente
honorífico del puerto de Barcelona y propietario de por vida de cien y una
distinciones por múltiples méritos. Efectivamente, de la misma manera que no se
desprendía jamás del sombreo de copa, sí lo hacía de sus calzones por lo menos
dos veces por semana. De forma casual conoció e intimó con una joven, Ivett,
muchacha llegada a Barcelona desde su tierra natal, Ciudad Real, con una mano
detrás y la otra en el bolsillo. Tenía veinticinco años menos que Don Amadeu,
pero pronto se puso a su altura. El cariacontecido caballero, tan sereno, tan
serio, con tanto aplomo que daba miedo mirarle a la cara, fue rejuvenecido de
tal manera por aquella muñeca de porcelana de Toledo, que se dice que en sus
juergas de cama y sábana, Ivett le obligaba a ponerse el sombrero de copa.
También se dice que en una ocasión en la que Don Amadeu tenía sed, ella llenó
el sombrero de agua e incorporó las tetas dentro, sorbiendo el prócer como una
mula atragantada. La castellana era mujer alegre, joven y con ansias de
prosperar, no cesaba su interés por Don Amadeu. Tanto es así que, al poco
tiempo, a fin de dar anonimato y discreción
a sus visitas semanales, Don Amadeu le puso un pisito en lo que hoy
conocemos como Horta, despoblada entonces. Con una única condición, allí no
debía entrar otro hombre que no fuera él. Y así se hizo hasta el mismísimo día
en que el señor Amadeu se dirigió a conocer su sepulcro. Ella vivía para él,
los dos, máximo tres, días en que acudía todo se encontraba a gusto del
visitante. Así lo reconocía él y se lo agradecía a ella. Jamás de la vida entró
otro hombre, porque los cinco días restantes de la semana, ella atendía otros
casos de urgencia de bajos en su antiguo piso de soltera, vamos a llamarlo así.
Ivett tenía por costumbre que cuando el señor Amadeu, como lo diría, le parecía
que había tocado el cielo, por decirlo así, cogía su bastón por la empuñadura
de marfil, representando un dios griego, y se iba pasando el dios por donde no
maúllan ni los gatos, bajo la atenta mirada del caballero laureado que se
rehacía como podía entre sábanas, cojines y el sombrero de copa. Y ciertamente
no es que hubiera tocado el cielo Don Amadeu, por decir algo, es que mientras
él se creía que hacían el amor, Ivett tenía tiempo de arreglarse las uñas,
tocarse una verruga de la nuca y mirar la empuñadura del bastón, y de vez en
cuando decirle <me estás haciendo muy feliz Ami>, y claro, el hombre,
instigado y jaleado por la joven, insistía sudando como un marrano, intentando
poner firmes sus atributos pero qué, ¡maldita sea!, no conseguía otra cosa que
erguir las puntas de su poblado mostacho. Pero y ¿qué?, tenía su querida como exigían
las normas de todo bien nacido y, por descontado, de su alta y prestigiada
reputación en la sociedad. Su sociedad, claro.
Por razones evidentes, Ivett no
asistió al sepelio de su amante y librador de cheques, todas las fuerzas vivas
de Barcelona sí que acudieron engalanados de arriba abajo con preciosas prendas de riguroso negro
muerto. En apariencia eran dos bandos opuestos, los que lagrimeaban y gemían, y
los que se tapaban el rostro con los guantes para no delatar sus carcajadas. Ya
saben, el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Y bollos los había a espuertas.
El notario leía parsimonioso y protocolario
las últimas voluntades del ilustre finado. Una vez enumeradas todas y cada una de
ellas y los nombres de los beneficiados, como en la lotería de Navidad, el
hijo, Jordi, apuntó <aquí faltan diez mil duros>, a lo que el notario
respondió con gravedad en el rostro <Su difunto papá dejó escrita la
absoluta prohibición de tratar este asunto> Jordi tan solo balbuceó <la
madre que lo parió> mientras se atildaba su canotier. Ivett, con el corazón
partido, aquel día se lo pasó rodando perdida por la ciudad, sin oír, no viendo
nada, no hablando con nadie, casi a ciegas. Ya de noche, entró en el teatro
Arnau, se aferró a la barra del bar y cogió una cogorza de las que hacen
olvidar del todo. Le preguntaron su nombre, pero no respondió, solo tosía y
escupía como una iguana mientras, con el alma en un puño, le llegaban las desgarradoras
notas del Relicario y La Violetera, desgranadas por la simpar Raquel Meller.
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