dimarts, 16 de gener del 2018

CAFÉ SIN AZÚCAR.

Un café sin azúcar es el mejor punto y final después de la comida. Y corto, muy corto, más de media cucharilla de azúcar desvirtúa el sabor y se convierte en melaza. Ya no es un café, sino una bebida endulzada para después de comer. Saboreo la tacita de líquido bien negro y disparo los ojos hacia los ventanales, la tarde ha tomado el relevo de la mañana, luminosa, azul y estimulante. Las mañanas son para emprender, para planificar las gestiones del día, y para agradecer de ser testigo de este maravilloso espectáculo que nos propone una nueva jornada. Pero estamos en invierno y las cartas se juegan de otra manera, sobre todo en las tardes, los vientos se pelean, pisan, giran y avanzan más o menos rápidos. Y las nubes, majestuosas y titánicas, dóciles y pícaras, se dejan mecer por las corrientes de aire, de mar a tierra adentro o media vuelta y de las llanuras hacia al mar. Una vez en el mar recargan sus depósitos a la vista de todos, pero sin que nadie lo pueda ver.

El invierno, a diferencia de la primavera que transcurre a saltitos y golpes escondidos, es más conservador, mucho más constante que la primavera. No tiene prisa, sabe que los días se acortan y no ve motivo para correr. Lo que no hacemos hoy, mañana tendremos tiempo para hacerlo. Las nubes van cambiando su vestimenta, no te das cuenta, aparecen de repente, cuando la madrugada ya se ha ido, cubiertos con la capa negra y gruesa hecha de grandes burbujas de algodón tintado, acercándose lentamente pero firmes, como los felinos a la presa. Puede que llueva a gusto de todos o se puede dar el caso de que se abran grietas terriblemente ruidosas de agua, luz, y estruendos que acobarden las almas al raso o los perros miedosos. Aquí de tramontana poca, una decena de veces al año. Eso sí, limpia el espacio, desbroza bosques, se lleva la polvareda y se carga mosquiteras, torretas, toldos y ganas de salir. Lo suyo son los soplos del Sereno y la Marinada. El Sereno viene del norte y cuando sopla a no sé cuántos por hora, cálzate bien, cierra puertas y busca bufandas y gorras. La Marinada es salada y marítima, viene del mar casi todos los días del año, se agradece en verano y hace blasfemar en invierno, sibilina, suave, callada y húmeda. Su mejor momento coincide cuando las sombras desfilan.


Me he bajado para hacerme otro café sin azúcar. De arriba a abajo o de abajo arriba hay unos siete metros y medio o, lo que es lo mismo, treinta dos peldaños. Veo calles, casas, almendros, viñedos y el perfil gótico de un monasterio, todo enmarcado dentro de las montañas y bosques que nos rodean. El ruido más molesto aquí arriba es el del silencio, que no me molesta ni perturba porque me acompaña y me empuja a no distraerme. El amargor del café resulta gratificante y bienvenido. A la derecha veo la carretera, desierta, larga y algo inhóspita a esta hora. Al frente las altas montañas donde el frío le ha clavado su fino estilete y las copas de los árboles oscilan de un lado a otro como si dijeran que no. A la izquierda entra el sol en esta parte de la estancia, irá girando y dará calor a toda ella. Las larguísimas hileras de cepas hasta más allá del sotobosque, dan una sensación en la viña de rectitud, disciplina y orden. La cepa no tiene prisa, podada y peinada espera la llegada de la primavera, aristocracia de los olores y los colores. De momento los pámpanos rojos y amarillos se sostienen en minoría, el otoño los pintó y el invierno los va borrando. Viñas emparradas y altas, viñas verdes a la espera del sol, cultivadas, mimadas y vigiladas. Ahora dormidas y desnudas, lejos queda la última vendimia, lejos se ve la próxima licuación del fruto que regará mesas y bocas, hasta el último grano de uva. El último café ya sólo es un regusto de recuerdo.