Un café
sin azúcar es el mejor punto y final después de la comida. Y corto, muy corto,
más de media cucharilla de azúcar desvirtúa el sabor y se convierte en melaza.
Ya no es un café, sino una bebida endulzada para después de comer. Saboreo la
tacita de líquido bien negro y disparo los ojos hacia los ventanales, la tarde
ha tomado el relevo de la mañana, luminosa, azul y estimulante. Las mañanas son
para emprender, para planificar las gestiones del día, y para agradecer de ser
testigo de este maravilloso espectáculo que nos propone una nueva jornada. Pero
estamos en invierno y las cartas se juegan de otra manera, sobre todo en las
tardes, los vientos se pelean, pisan, giran y avanzan más o menos rápidos. Y
las nubes, majestuosas y titánicas, dóciles y pícaras, se dejan mecer por las
corrientes de aire, de mar a tierra adentro o media vuelta y de las llanuras
hacia al mar. Una vez en el mar recargan sus depósitos a la vista de todos,
pero sin que nadie lo pueda ver.
El
invierno, a diferencia de la primavera que transcurre a saltitos y golpes
escondidos, es más conservador, mucho más constante que la primavera. No tiene
prisa, sabe que los días se acortan y no ve motivo para correr. Lo que no
hacemos hoy, mañana tendremos tiempo para hacerlo. Las nubes van cambiando su
vestimenta, no te das cuenta, aparecen de repente, cuando la madrugada ya se ha
ido, cubiertos con la capa negra y gruesa hecha de grandes burbujas de algodón
tintado, acercándose lentamente pero firmes, como los felinos a la presa. Puede
que llueva a gusto de todos o se puede dar el caso de que se abran grietas
terriblemente ruidosas de agua, luz, y estruendos que acobarden las almas al raso
o los perros miedosos. Aquí de tramontana poca, una decena de veces al año. Eso
sí, limpia el espacio, desbroza bosques, se lleva la polvareda y se carga
mosquiteras, torretas, toldos y ganas de salir. Lo suyo son los soplos del
Sereno y la Marinada. El Sereno viene del norte y cuando sopla a no sé cuántos
por hora, cálzate bien, cierra puertas y busca bufandas y gorras. La Marinada
es salada y marítima, viene del mar casi todos los días del año, se agradece en
verano y hace blasfemar en invierno, sibilina, suave, callada y húmeda. Su
mejor momento coincide cuando las sombras desfilan.
Me he bajado
para hacerme otro café sin azúcar. De arriba a abajo o de abajo arriba hay unos
siete metros y medio o, lo que es lo mismo, treinta dos peldaños. Veo calles, casas,
almendros, viñedos y el perfil gótico de un monasterio, todo enmarcado dentro
de las montañas y bosques que nos rodean. El ruido más molesto aquí arriba es
el del silencio, que no me molesta ni perturba porque me acompaña y me empuja a
no distraerme. El amargor del café resulta gratificante y bienvenido. A la
derecha veo la carretera, desierta, larga y algo inhóspita a esta hora. Al
frente las altas montañas donde el frío le ha clavado su fino estilete y las
copas de los árboles oscilan de un lado a otro como si dijeran que no. A la
izquierda entra el sol en esta parte de la estancia, irá girando y dará calor a
toda ella. Las larguísimas hileras de cepas hasta más allá del sotobosque, dan
una sensación en la viña de rectitud, disciplina y orden. La cepa no tiene
prisa, podada y peinada espera la llegada de la primavera, aristocracia de los
olores y los colores. De momento los pámpanos rojos y amarillos se sostienen en
minoría, el otoño los pintó y el invierno los va borrando. Viñas emparradas y
altas, viñas verdes a la espera del sol, cultivadas, mimadas y vigiladas. Ahora
dormidas y desnudas, lejos queda la última vendimia, lejos se ve la próxima
licuación del fruto que regará mesas y bocas, hasta el último grano de uva. El
último café ya sólo es un regusto de recuerdo.