divendres, 22 de desembre del 2017

NOCHES DE BLANCO SATÉN

Las noches de blanco satén a las que me refiero no tienen equivalencia ninguna a la celebrada versión musical de los Moody Blues, allá por los setenta. Una acaramelada balada que se extendió como un reguero de pólvora por los cinco continentes, facilitando las escenas de baile en las que se permanece quieto y se da rienda suelta a las manos y labios. Un puntazo en vinilo, vamos. Satén se define como tela brillante, tersa, ligera y suave que se hace con fibras. El satén del que pretendo hablar es el de nieve, de esa nieve espesa y a la vez mullida que cede con delicada suavidad a nuestro paso. Pocos paisajes son tan extremadamente sugestivos como una noche de luna en un páramo alfombrado por el blanco satén de nieve o la mirada absorta de las cumbres nevadas con sus recortados perfiles al trasluz. Y no termina aquí el milagro de la naturaleza, enmudezcan en la llanura iluminada, cierren los ojos y dispóngase a oír el impresionante murmullo del silencio más absoluto. Qué momento tan grato y persuasivo, qué efecto narcotizante nos produce la nieve. Si no hay ventisca, si los copos no revolotean, si los afilados abetos se convierten en rígidas estatuas, apercibirán que el frío ha desaparecido. Sí, no hace frío, el silencio es ensordecedor y el tiempo se detiene.
Es ahí, en la larga noche con luz, perdido entre los grandes circos pétreos de la naturaleza, rocosos, donde anotas en tu cuaderno de bitácora una referencia, un punto, un camino, una señal que te libre de dilapidar la vida en caminos y peñascos de incierto retorno. La montaña, como el mar, son libros abiertos del conocimiento, la reflexión, la formación, la prudencia, la mesura y la contemplación. Siempre aprendes en sus inmensos límites. Pero no los tientes, no intentes burlarlos, no pongas a prueba sus colosales recursos o terminarás reencarnado en edelweiss o coral en las profundidades del océano. Solo entonces podrás saber lo que es el infierno.


Me encuentro en lo alto de una modesta montaña, a unos ochocientos metros de altitud. La visión del valle es apoteósica, se reflejan las lucecitas de un diminuto pueblo y de cuatro casas esparcidas por la vertiente, junto a un riachuelo encallecido, herido por el hielo y destellante por la luna. Me rodean gigantes vestidos de blanco satén que armonizan el conjunto. No es una postal, es un momento único, un instante en la vida en donde las manecillas del reloj quedan imantadas, inertes. No hay mirlos ni tampoco vuelan avefrías o aguzanieves. Los zorros, gatos o perros se fueron hace mucho. Los pocos renos que hay guardan silencio y cuidan de su vida, mientras el oso finge dormir dando descanso a su pesado volumen. Tan solo el lobo, dueño y señor de la noche, corta la respiración con su solitario y cruel aullido de sangre. A mi espalda el páramo resiste a la fuerza del silencio sepulcral, donde el diminuto chasquido de una ramita es un estruendo.

Deambulo por el pueblo, esta vez sí, aterido de frío, con los ojos entre acristalados y llorosos por la ventisca. Las chimeneas caldean las alturas y esparcen sus cenizas arrastradas por el viento con su aroma a encina y pino. Una desvencijada puerta, medio abierta, medio cerrada, hace crujir su centenaria madera, ocultando los relinchos de algún potro pensativo, lejos de la yeguada. El día abre sus ventanas, sin prisa, puntual y metódico. A no tardar harán acto de presencia los primeros copos de nieve, etéreos, ingrávidos, blancos como la nieve porque son nieve. Y el valle seguirá viviendo en ese mundo que no es aquel, el de los ruidos, el de las multitudes, el del asfalto, el de los humos tóxicos. El de satén corrompido.