dilluns, 4 de desembre del 2017

ANOTACIONES EN EL CAMINO.

Según mis notas serían sobre las once de la mañana. Cruzaba el Puente del Milenio o de San Pablo y, por muy abrigado que fuese, el frío se cebaba en mi cara, afilado, cortante y húmedo. El Támesis discurría bajo mis pies sin otro objetivo que entregar sus aguas al mar. El flujo era rápido, desde Gloucestershire pasando por Oxford y Eton, ambas ciudades ligadas al mundo universitario y en el caso de Eton, elitismo del elitismo, ha proporcionado a Inglaterra nada menos que 19 primeros ministros. Aguas abajo el rio entregará su líquida mercancía a las gélidas aguas de Mar del Norte. A diferencia de otros ríos como el Rhin, Danubio o Mosa, el tráfico de barcazas es muy inferior, casi imperceptible en este tramo. Los graznidos de las gaviotas y sus vuelos rasantes en busca de algo que llevarse al pico, me resulta molesto, quizá aturdido por el frío. Las piernas no flaquean todavía pero la espalda es como si estuviera atravesada por mil dagas. Son días de andar y mucho. No conozco otra manera de conocer una ciudad, sus gentes, sus contrastes y, por descontado sus lugares emblemáticos, y aquí son casi interminables. Londres es una imponente ciudad, la ciudad de las ciudades. Las raíces del Imperio Británico saltan a la vista, fundiendo su glorioso pasado con un floreciente futuro, manifiesto en sus descomunales edificios en donde lo barroco y el modernismo comulgan en paz y esplendor.
Abonando 17 libras se me abre el paso a la catedral anglicana de San Pablo. En este fastuoso templo, en la zona más alta de Londres, se han celebrado los acontecimientos más importantes de la historia de Inglaterra. Su formidable cúpula con 111 metros de altura domina el horizonte de la ciudad. El frío se ha replegado en buena medida, cruzo el arco del templo y piso tierra firme en Paternoster Square. Esta plaza, al abrigo de la catedral, respira un aroma de sosiego, de paz. Todas las calles adyacentes vienen identificadas con el mismo nombre: Paternoster. Ignoro la razón. En medio de la plaza hay dispuestas una veintena o treintena de hamacas de color azul marcadas con una P. La gente da un respiro a sus castigados pies y se tiende plácidamente bajo un tímido sol. Yo les emulo y hago lo propio, me sumerjo en el azul tejido y cierro los ojos por un momento. Maldita espalda. Me sorprende ver una mesa de ping-pong en la calle en donde dos caballeros se baten a golpes de pala, uno encorbatado, el otro no. No creo haber visto otra ciudad con tantas corbatas como aquí, la gente autóctona viste bien, los turistas se encargan de poner colorido y sencillez en sus atuendos. Del mismo modo que ellos en verano, aparecen por Salou pareciéndose más a Tarzán de los monos que a un lord. Acaban de dar las doce del mediodía y comienzo a debatirme ante las dudas; ¿una pinta de cerveza rubia o negra? Me inclino por la rubia. Aquí los vasos o jarras son grandes, agradablemente fornidas, consistentes. Aunque después -sorry- aparezcan raudas las premuras de bajos. Las cafeterías suelen ser espléndidos establecimientos, algunos de ellos verdaderos templos de la decoración y el buen gusto. En muchas de ellas no sirven al sediento cliente, se va a la barra, se formula el correspondiente pedido, se abona, se coge el cubo de cerveza, y te diriges a donde más te plazca, mesa, misma barra o calle.



Salí del entorno espiritual y anduve por sinuosas y pintorescas calles llenas de pubs y abrevaderos varios. La cosa había cambiado en poco tiempo, me sentía abochornado y sudado. Puse el anorak dentro de una cabina de teléfonos roja en desuso, me desprendí del jersey, los guantes y las bragas faciales. Súbitamente se produjo un vendaval tan exagerado que no dejaba andar, moví las puertas giratorias y entré en los bajos del edificio cabezón o torcido. De inmediato me asaltaron dos individuos negros como dos castillos preguntándome a que planta iba. Me esforcé con mi inglés de la Conca de Barberà y rápidamente me invitaron a dejar el edificio. Un cristo, vamos. El hambre delataba su presencia y la vejiga reclamaba su derecho a la descompresión. A  la vuelta de la esquina había un restaurante español, pero eso ya es otra historia.