Según
mis notas serían sobre las once de la mañana. Cruzaba el Puente del Milenio o
de San Pablo y, por muy abrigado que fuese, el frío se cebaba en mi cara,
afilado, cortante y húmedo. El Támesis
discurría bajo mis pies sin otro objetivo que entregar sus aguas al mar. El
flujo era rápido, desde Gloucestershire
pasando por Oxford y Eton, ambas ciudades ligadas al mundo
universitario y en el caso de Eton, elitismo del elitismo, ha proporcionado a Inglaterra nada menos que 19 primeros
ministros. Aguas abajo el rio entregará su líquida mercancía a las gélidas
aguas de Mar del Norte. A diferencia de otros ríos como el Rhin, Danubio o Mosa, el tráfico de barcazas es muy
inferior, casi imperceptible en este tramo. Los graznidos de las gaviotas y sus
vuelos rasantes en busca de algo que llevarse al pico, me resulta molesto,
quizá aturdido por el frío. Las piernas no flaquean todavía pero la espalda es
como si estuviera atravesada por mil dagas. Son días de andar y mucho. No
conozco otra manera de conocer una ciudad, sus gentes, sus contrastes y, por
descontado sus lugares emblemáticos, y aquí son casi interminables. Londres es una imponente ciudad, la
ciudad de las ciudades. Las raíces del Imperio
Británico saltan a la vista, fundiendo su glorioso pasado con un
floreciente futuro, manifiesto en sus descomunales edificios en donde lo
barroco y el modernismo comulgan en paz y esplendor.
Abonando
17 libras se me abre el paso a la catedral anglicana de San Pablo. En este
fastuoso templo, en la zona más alta de Londres, se han celebrado los
acontecimientos más importantes de la historia de Inglaterra. Su formidable
cúpula con 111 metros de altura domina el horizonte de la ciudad. El frío se ha
replegado en buena medida, cruzo el arco del templo y piso tierra firme en
Paternoster Square. Esta plaza, al abrigo de la catedral, respira un aroma de
sosiego, de paz. Todas las calles adyacentes vienen identificadas con el mismo
nombre: Paternoster. Ignoro la razón. En medio de la plaza hay dispuestas una
veintena o treintena de hamacas de color azul marcadas con una P. La gente da
un respiro a sus castigados pies y se tiende plácidamente bajo un tímido sol.
Yo les emulo y hago lo propio, me sumerjo en el azul tejido y cierro los ojos
por un momento. Maldita espalda. Me sorprende ver una mesa de ping-pong en la
calle en donde dos caballeros se baten a golpes de pala, uno encorbatado, el
otro no. No creo haber visto otra ciudad con tantas corbatas como aquí, la
gente autóctona viste bien, los turistas se encargan de poner colorido y
sencillez en sus atuendos. Del mismo modo que ellos en verano, aparecen por
Salou pareciéndose más a Tarzán de los monos que a un lord. Acaban de dar las
doce del mediodía y comienzo a debatirme ante las dudas; ¿una pinta de cerveza
rubia o negra? Me inclino por la rubia. Aquí los vasos o jarras son grandes,
agradablemente fornidas, consistentes. Aunque después -sorry- aparezcan raudas las premuras de bajos. Las cafeterías
suelen ser espléndidos establecimientos, algunos de ellos verdaderos templos de
la decoración y el buen gusto. En muchas de ellas no sirven al sediento
cliente, se va a la barra, se formula el correspondiente pedido, se abona, se
coge el cubo de cerveza, y te diriges a donde más te plazca, mesa, misma barra
o calle.
Salí
del entorno espiritual y anduve por sinuosas y pintorescas calles llenas de
pubs y abrevaderos varios. La cosa había cambiado en poco tiempo, me sentía
abochornado y sudado. Puse el anorak dentro de una cabina de teléfonos roja en
desuso, me desprendí del jersey, los guantes y las bragas faciales. Súbitamente
se produjo un vendaval tan exagerado que no dejaba andar, moví las puertas
giratorias y entré en los bajos del edificio cabezón o torcido. De inmediato me
asaltaron dos individuos negros como dos castillos preguntándome a que planta
iba. Me esforcé con mi inglés de la Conca de Barberà y rápidamente me invitaron
a dejar el edificio. Un cristo, vamos. El hambre delataba su presencia y la vejiga
reclamaba su derecho a la descompresión. A
la vuelta de la esquina había un restaurante español, pero eso ya es
otra historia.
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