Les
confieso que cuando en algún restaurante leo algo parecido a esto “Paella al estilo de Raúl”, de forma
inmediata me pongo en guardia. Y es que tengo mis razones, razones que no son
otras que parapetarse en el sentido común. No soy un gran comedor, ni mucho
menos, antes al contrario, poquito pero auténtico. A mí lo de la cocina de
investigación, de autor, o creativa, me suele inducir a la aparición de ronchas
y granitos en la dermis. Y no es que esté en contra de prestigiar y dar barniz
a una profesión que en el pasado solía esconderse en el anonimato. La explosiva
aparición en su día del maestro Ferran Adrià, sin parangón en todo el mundo, ha
revolucionado positivamente el sector de la restauración, desde los fogones
hasta la puerta de entrada, y falta que le hacía al sector. Adrià no es un
vendedor de tómbola ni un prestidigitador de las malas artes, es un innovador y
un perfeccionista. De su cuerda han aparecido por todos los rincones un
batallón de grandes cocineros que han dignificado la profesión.
Y esta
sublevación gastronómica no se ha limitado a los fogones, cazuelas y ollas.
Atañe a camareros, personal auxiliar, lavabos, limpieza, cordialidad, seriedad,
rigor, amabilidad, vajillas, cubiertos, decoración local, mesas y lencería.
Para qué vamos a engañarnos, no hace mucho en que algunos de los locales,
llamémosles estándar, y bares de comidas, eran verdaderos templos de mierda, paredes desconchadas,
sillas cojas o mantelería raída por el uso. Sin dejar de lado algunas cocinas
en las que había que entrar con zancos o hundir los zapatos hasta los
calcetines en la viscosa y rancia grasa. Ponerse los dedos en la nariz tras una
cortina o tocarse los labios al descorchar un vino tampoco eran rarezas ni
hechos aislados.
Desde
siempre la parte más conflictiva o desmotivada de un negocio, no han sido las
ventas, las compras, las inversiones o el mantenimiento. Donde la cosa cojea de
verdad es en el factor humano, en las personas, en el género humano, o sea,
todos nosotros. Nos cuesta adquirir en nuestro quehacer cotidiano eso que ahora
dan en llamar la excelencia, procurar hacer todos nuestros actos bien hechos,
sin réplica posible, sin dar lugar a que nos llamen la atención, hacer
prevalecer la propia dignidad.
Pero
centrémonos en el inicio. Si yo pido una paella de marisco, lo que espero es
precisamente eso y no otra cosa. No me vale el estilo de Raúl, porque lo que
hace Raúl es deconstruir la paella para convertirla en una creación a su gusto,
que no es el mío, y no quiero recuerdos de gambas palamosinas ni humo perfumado al vapor de las cigalas. Yo
exijo las gambas y las cigalas perfectamente ordenadas en la superficie y a la
espera de hincarles el diente. Y el arroz lo quiero ajusticiado al fuego de
leña, si puede ser, con los granos al dente y aromatizados con ese fondo de
paella castigado por los efluvios de los frutos del mar y condimentos
habituales. No quiero una especie de risotto que nadie ha pedido, con granos
humedecidos y un color de mierda de oca que
desvanece al comensal.
Tampoco
son de recibo los cuchillos tridimensionales, que no se sostienen quietos ni se
adaptan a la mano para el corte. Solo quiero cortar el filete, no dirigir una
orquesta con ese hierro. De la misma manera que me niego a usar una servilleta
de papel, el papel para el inodoro, la servilleta de tejido, almidonada, y de
colores pastel. Nada de negras u oscuras, las servilletas negras para las
tinieblas o para Jack el destripador. Y
si tengo la ocurrencia de pedirme un surtido de quesos como postre, no necesito
un pesado a mi lado instruyéndome en el orden de consumo, de más suaves a los
más añejos. Que se lo cuente a su abuela, yo sé mis preferencias. Que no me
revienten con los quesos, si yo pido Idiazábal, Brie o Cabrales, es justamente
eso lo que me pide el cuerpo, y no que me sirvan una mierda de quesos del súper
de la esquina con dos tísicos cubiertos. Un Enate consistente para los quesos,
me lo guarda en la nevera 15 minutos antes. ¡Señor,
el vino tinto no se bebe frío! Hay que joderse, sabré yo como quiero las
cosas!
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