Hace casi dos décadas que los domingos salgo con moto de
cuatro ruedas, siempre en domingo, ni durante la semana, ni los sábados,
siempre en domingo. Los últimos tres años he salido poco por una cosa u otra.
Me encuentro en una situación de difícil resolución, se me presentan dudas y
contrariedades sobrevenidas: miedo, desconfianza, temor, pereza, frío, lluvia,
viento y pánico de quedarme tirado en cualquier curva de la montaña. Como lo
diría, principalmente terror de pegarme una ostia y que me tuvieran que recoger
con grúa. Parar mi es una razón de consistencia. Estas motos no se han hecho para
la carretera, por lo que siempre estamos sumergidos por los infinitos vericuetos
de la montaña, bosque en definitiva. Las posibilidades de clavar el casco, con los
sesos dentro, en la cepa de un pino son muy altas. Del mismo modo que encontrarse
en el atajo una curva inesperada de las que suelen ser de 180 grados y salir
volando barranco abajo. Conste que nunca hemos sido osados ni hemos hecho el
animal, pero los peligros son frecuentes e inminentes. He tenido ocasión de
presenciar verdaderos desastres y cabezas partidas, situaciones que impresionan
y acobardan. Afortunadamente hasta el día de hoy me he librado, ahora bien,
sustos, a puñados. También he de decir que somos respetuosos con las tierras de
cultivo qué nos topamos y cuidadosos en no dañar los caminos o senderos.
También he visto multas de los señores forestales de 2500 euros, que son un
montón de desayunos campestres. El desayuno suele ser el rasgo más interesante
del itinerario. Bares de pequeños pueblos de montaña, garetos asilvestrados y tugurios en los que son necesarios un par
de oeufs para adentrarse en ellos. El
menú siempre es de tenedor y cuchillo, y en muchos casos de pijama y orinal. Nada
de bocadillos o vulgares bocatas. Carne a la brasa, judías, pimientos, cebolla,
arbequinas, alcachofas y rovellons en su tiempo, suelen ser protagonistas
asiduos. El vinazo siempre con gaseosa, por lo del beber, y siempre con porrón.
Capítulo café y chupitos mejor no mencionarlo porque nunca se sabe. Tampoco me apercibo
si algún colega, con aires de prestidigitador, desenfunda del bolsillo una
petaca reluciente llena de escocés. Lo más molesto es en verano, cuando en los
caminos luce un palmo de polvo, los efectos son tan exagerados que cuando llegas
a casa pareces una sábana en moto, hasta el punto de que el perro te ladra por
intruso. Entre el calor del sol, del equipamiento y del motor, sudas como un marrano
antes del degüello. Y siempre que encuentro un pan de payés de verdad, vino garantizado,
bizcochos o patatas de Prades, compro. Esto genera un recibimiento más afectuoso.
Incluso un año, en Pascua, llevé para después del desayuno una espléndida Mona
dentro de una de esas cajas tan horrorosas en que las suministran. Me parece
que la perdí tres veces par el camino, con lo que abrimos el paquete y nos la
comimos como la tradicional paella en Valencia, todos cuchara en mano e ir
arañando.
Ya digo, hoy por hoy solo veo peligros y obstáculos. Así
me quedo tranquilo, me engaño a mí mismo, le traspaso todas los culpes al
entorno o la climatología y alargo las salidas. Pero es todo falso, una pura
engañifa, un fracaso personal, una ineptitud contrastada. Sencillamente es que
ya no soy el mismo, no tengo los reflejos que tenía, me da miedo sortear cualquier
obstáculo, me canso con la postura montado en el caballo, me duelen las piernas
y al día siguiente tengo agujetas repartidas como buenos hermanos por toda mi
maltrecha carrocería. Esta es la única verdad, hoy ya no soy lo que era si es
que alguna vez fui algo más. Y a todo eso no sé porque les explico estas
tonterías. Iré pensando el porqué, ahora no lo sé.
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