Parece
que el tiempo cambia, llegan nubes vestidas de plomo. Los que me conocen bien
saben que este título podría ser una travesura de mi subconsciente o una quimera
de una tarde lluviosa. Pues no, sólo es un acto de rebelión ante la impotencia
que siento al ver la legítima opción que eligen muchos de mis conciudadanos. No
hay que olvidar que secularmente nos hemos matado nosotros mismos.
Independentistas son todos aquellos que con sus votos nos niegan el pan y la
sal, el derecho a ser lo que nosotros queramos, los que aplastan todas nuestras
iniciativas y cercenan la prosperidad de este pueblo. Los que con mentiras y
argucias vacían nuestros bolsillos. Los que se apartan de nosotros, los que nos
quieren bien lejos pero atados del cuello con una larga soga, estos son los
verdaderos independentistas. Soy respetuoso con las creencias de los demás,
aunque no lo sean ellos con las mías. No soy independentista de la misma manera
que no soy funambulista, taxista, marxista, analista, taxidermista u oculista.
No me gustan las etiquetas de latón ni las tarjetas enmohecidas de vendedor de
humo. Siempre he sido catalanista, o sea, amante de mi tierra, y ahora, este ahora
ya hace mucho que llegó, dado que mi cerebro aún recibe alertas de desprecios y
odios, y mis ojos resisten y registran los embates de la discriminación, la
ofensa y el desprecio, he aquí que de lo único que estoy seguro es de que solos
nos lo haremos mejor, mejor solos que mal acompañados. No me quiero alejar de
nadie, me quiero desprender, librarme, desatarme. Ahora soy, más que antes,
acérrimo defensor de mi familia, de mi país y de mis pequeñas cosas. Quiero
estar exento y ausente de verme obligado a hablar una lengua que no es la mía,
de costumbres que no son las mías, de fiestas
nacionales que con sus regueros y salpicaduras de sangre nos ofenden el
humanismo, de estar obligado a compartir leyes decimonónicas y centralistas, de
estar bajo la lacra vigilante de un gobierno
civil llamado delegación del gobierno de España, de no poder ondear la
bandera que yo quiera en mi balcón, de no poder ayudar a los que más lo
necesitan, los que no se pueden calentar, los que no tienen techo, porque unas
leyes que no son las mías me lo prohíben. De tenerme que sentir calumniado y
amenazado por todos aquellos que se llevan parte de mis ahorros y dilapidarlos
en fuegos de artificio, procesiones de gemidos y bota, crueldades innominadas
de pobres animales secuestrados del rústico pastoreo o pagar desproporcionados
edificios del tren en medio de la nada y donde no falta ningún requisito, a
excepción de los viajeros.
Es
evidente que jamás en la vida podré ser un independentista. Pero más siento lo
que me dice el corazón, me fío más, late sólo para mí y no sabe decir mentiras.
Dice la RAE que el independentismo es un movimiento que propugna o reclama la
independencia de un país o de una región. Santo cielo, lo veis como no es eso de
lo que yo hablo. Si no fuera porque las leyes de la naturaleza, y de mis
atenuadas fuerzas que me lo privan, recortaría esta bendita tierra y me la llevaría muy lejos, donde la negrura
pizarrosa del aliento a corrupción, la envidia y el egoísmo, no pudieran ni
acercarse, ni siquiera saber dónde estábamos, cómo nos lo hacíamos, qué
miserable recuerdo podíamos guardar. No sé ni yo dónde, tal vez me he
convertido en un soñador con tantas infamias como me he sentido en los últimos
años, después de una vida llena de esperanza e ilusión cuál es el legado que me
han dejado, qué han hecho para que yo me sienta yo, donde están los réditos de
mi riguroso cumplimiento de sus leyes, a la solidaridad? A quién, por qué y
hasta cuándo?
No
soy un independentista, ni desafío nadie. Tampoco quiero romper España, ya lo hacen ellos solitos. Si por yo decir dentro de
mi inmensa pequeñez y anonimato, que me han expoliado de bolsillo y de corazón,
como se les llama a los que aprovechándose de los demás lucen una severa y
pacífica luz en la cara donde todo les parece poco? Da igual, hablar con una
pared es cosa fea. No soy independentista, si algo soy es sólo cabal y
realista.
Ya
oscurece, llueve, el aire peina con firmeza el estanque cercano y al cribar los
árboles parecen órganos de cristal. Me imagino ahora las grandes lágrimas de
piedra redondeada estallando entre rayos y truenos en las cumbres de Montserrat.