Hay quien se muere por amor, estos son los más idiotas, y los hay que se
mueren porque han muerto, pobres. También los hay que se mueren por hacer
un largo viaje, subir a la luna,
zamparse una mariscada o tirarse a la vecina del tercero segunda. Hay aspirantes
a palmarla por todas partes aunque, eso sí, a la hora de la verdad solo se
mueren aquellos a quienes entierran, pobres. Los hay que suspiran por el fin de
sus días con tal de que gane la liga el equipo de sus amores, ganen las
elecciones los impresentables de su partido político, tener en casa un perro
Husky para que lo saque a pasear la madre que lo parió o confiar en la lotería
para comprarse un yate de tres pisos y castillo de proa para salir los domingos
de agosto a navegar por los chiringuitos de su pueblo. Pero nada, siguen
muriendo los que han de morir, pobres, y los otros siguen muriendo con sus
sueños, pero de asco, aburrimiento, envidia o con unos cuernos más exultantes
que los de un reno finlandés.
Dice Paulo Coelho
que “las cosas simples son las más
extraordinarias y sólo los sabios consiguen verlas”. El brasileño tiene más razón que un San Luis: Nos perdemos en
majaderías y naderías que transformamos inmediatamente en asuntos candentes por
los que podemos llegar a sustituir las palabras por un baño de hostias, como
quien no quiere la cosa. La espontanea agresividad es un rasgo inherente a las
personas. Sea por un semáforo, un coche que se detiene frente a nosotros o un
operario que pretende poner a salvo su inutilidad mediante estúpidas excusas,
son sencillas y simples circunstancias que pueden desencadenar alguna puñalada
trapera. En el lote se puede incluir la venganza, y no por hechos que nos hayan
podido cambiar la vida, ni mucho menos, un aniversario sin felicitación, un
descuido involuntario o un despido más que justificado, puede originar el
patético…te vas a acordar de mí. Confucio, que no se confundía, ya
dijo que “antes de embarcarte en un viaje
de venganza, cava dos tumbas”.
Tengo un amigo que anda despechado y
abatido, es joven, apasionado y afronta sus objetivos o deseos a tumba abierta,
sin dilaciones ni subterfugios, con el corazón en la boca. Tiene una novia hace
seis meses y ahora ha descubierto que está casada, de esas casadas inquietas
que tanto abundan. Estaba dispuesto a compartir novia con el marido, porque su
amor por ella es a prueba de bala. Pero la estocada ha sido definitiva, ella no
se la pega con su marido, sino con un fulano que parece ser amigo de la
infancia. Mi amigo está tan desorientado y crispado, que no descarto que pueda
llegar a hacer un disparate. Es joven y va de buena fe, aun admitiendo que le
han diagnosticado dos protuberancias óseas en la frente. Tiene nobles
sentimientos y no acaba de entender ciertas cosas. Yo le recomiendo, intentando
no herirle, que se olvide de todo, que no tiene una segunda oportunidad, sino
cientos a su edad. La vida te da sorpresas y sorpresas te da la vida. Casi todo
se rige por normas, códigos, leyes, recomendaciones, consejos y costumbres,
pero al final, no muy al final, todo el mundo hace lo que le sale de la
entrepierna, lo que más seduce sus deseos.
Valga como ejemplo los casorios de hoy en
día. Te dicen que el dos de mayo se casan Manolito y Maribel, habrá que
preguntarles en dónde tienen la lista de bodas, hoy casi extinguida, o meditar
cuanta pasta pondrás en el sobre. Llega el día, te vistes como para ir a comer
fideos, ves la basílica o ermita y te quedas pasmado, criticas el ágape de
pescado congelado, sonríes cuando te cortan una mierda de trocito de corbata,
hoy en desuso, y aguantas el coñazo de un tío que es rapsoda y toca la
guitarra. Se hace el silencio cuando las abuelas ya llevan una cogorza para
comunicar que los novios saldrán de madrugada para culminar un viaje a Cancún,
y por qué coño a Cancún, y es entonces cuando uno piensa en el sobre que ya no
tiene.
Lo peor viene a la vuelta del viaje. Te
llaman los padres del novio o de la novia, para comunicarte que ya se han
separado, que fue un noviazgo precipitado, quizá un error, no se conocían lo
suficiente y han afrontado el dilema con sensatez. Uno cuelga el teléfono
mirándose las zapatillas, se acuerda de la madre que parió a los desposados y
reclama a gritos que le devuelvan la pasta del puñetero sobre. Créanme, todo es
un coñazo, no se enfaden.
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